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Hace unas dos semanas, Ciencia del Sur me encomendaba la redacción de un artículo acerca del cisma analítico/continental dentro de la filosofía contemporánea, en vista principalmente de que la filosofía analítica, que yo practico, es muy desconocida en Paraguay. El escrito en cuestión generó una sana e interesante discusión dentro de nuestra pequeña pero prometedora comunidad filosófica nacional.

Dando continuidad a este espíritu de debate, expongo mis respuestas a las objeciones hechas a mi artículo.

Quiero comenzar con Filosofía ‘centrada’ frente a filosofía ‘exenta’ del filósofo español Dr. José Manuel Rodríguez Pardo, quien me objeta que la filosofía analítica no puede ser considerada como una ciencia sólo por poseer un paradigma bien definido, pues también la teología dogmática tradicional siguió sus propios paradigmas (virginidad de María, creación ex nihilo, etc.), sus ejemplares, sus matrices disciplinares, y a nadie se le ocurriría decir que era una ciencia”.

Esto es algo que yo mismo estoy dispuesto a conceder. De este modo, los elementos paradigmáticos de la filosofía analítica “no son más que vulgares copias de las comunidades científicas, intentando en un sentido práctico asimilarse a ellas, pero sin llegar a serlo”. Es más, también la filosofía continental trabaja, según Rodríguez Pardo, con paradigmas.

Recuérdese que para distinguir entre filosofía analítica y filosofía continental adopté como base la idea, formulada con anterioridad por Levy, según la cual la primera trabaja dentro de un paradigma kuhniano, mientras que la segunda se encuentra en constante estado de revolución. De modo que, si lo que dice Rodríguez Pardo es cierto, la base de mi distinción colapsa.

En su lugar, él propone que la filosofía analítica es un “saber de segundo orden” a la manera de Gustavo Bueno (y de Ulises Moulines, quien llama “genitivista” a esta concepción de la filosofía), en el sentido de que es una reflexión acerca de la ciencia, sin ser ella misma una ciencia. La filosofía continental, en cambio, se mantiene al margen del saber científico, concentrándose más que nada “en la interpretación de textos de la tradición”.

Podríamos decir, utilizando la terminología de Rodríguez Pardo, que la primera está “centrada” en el saber del presente, mientras que la segunda está “exenta”. Si bien el argumento de Rodríguez Pardo es prima facie convincente, estoy confiado de que un examen más detallado convencerá al lector de que mi posición queda intacta.

En primer lugar, nótese que en ningún momento afirmé que la filosofía es una ciencia. Lo que dije fue que la filosofía analítica se asemeja a la ciencia en sus prácticas e incluso maticé la analogía entre filosofía analítica y ciencia normal diciendo que la primera se mantiene dentro de un paradigma “al menos hasta cierto punto, de lo contrario ya no sería filosofía”, pasaje citado por el propio Rodríguez Pardo.

Tampoco dije que una actividad se vuelve científica solo porque sus miembros comparten un paradigma, aunque ésta sea una parte importante de la actividad científica. En un artículo académico reciente, defendí la idea de que la meta de la ciencia es el conocimiento completo entendido como la verdad justificada más informativa acerca de un mundo independiente de nuestra mente, y que el progreso científico consiste en acercarnos constantemente hacia esa meta.

Paradigmas

El paradigma no es la característica central de la ciencia: es simplemente un medio facilitador para la meta de la ciencia, pues posibilita la cooperación y la crítica mutuas que nos ayudan —si bien no lo garantizan— a acercarnos progresivamente a la misma.

Conviene que ahora aclare brevemente cuál es la idea, al menos por el momento, que tengo acerca de la naturaleza de la filosofía. Creo que existe una diferencia entre la filosofía y la ciencia, pero solo de grado, de la misma forma en que el conocimiento de sentido común tampoco es científico, pero no es fundamentalmente diferente de aquél.

Podemos decir que: a) la solución de los problemas filosóficos depende más de las relaciones lógicas/conceptuales entre los hechos que de los hechos mismos, y b) los hechos involucrados suelen ser —aunque no siempre— patrimonio del sentido común. De ahí la ausencia de experimentos en filosofía, exceptuando el notable, aunque impopular, caso de la filosofía experimental. Como escribió C.S. Peirce en Collected Papers Vol. VI: “La metafísica, inclusive la mala metafísica, realmente descansa en observaciones… y la única razón por la que esto no es universalmente reconocido es que ésta descansa en aquellos tipos de fenómeno de los que la experiencia de todo hombre está tan saturada que normalmente ya no les presta atención”.

En la ciencia, por el contrario, los problemas suelen ser resueltos apelando a hechos muy alejados del sentido común, al punto de que a veces los contradice, y sus problemas son de carácter más empírico que conceptual.

En síntesis, tanto la filosofía como la ciencia se componen de trabajo empírico y trabajo conceptual. Las diferencias son de énfasis.

Por otra parte, hay que decir que el criterio de separación analítico\continental propuesto por Rodríguez Pardo está expuesto a varios contraejemplos. Desde el realismo modal de David Lewis hasta el panpsiquismo de David Chalmers, la filosofía analítica se encuentra plagada de ejemplos de metafísica especulativa en su mayoría alejada de la ciencia en el sentido de que, para sus practicantes, existen genuinos problemas filosóficos de primer orden (¿La mente es idéntica a la materia? ¿Existe la identidad transmundana? ¿Concebibilidad implica posibilidad? Y un largo etcétera).

Se trata, en su mayoría, de la famosa metafísica “modal” que se desprende del trabajo revolucionario de Saul Kripke en los años 1970. Es precisamente por este motivo que no consideré el presunto respeto de la filosofía analítica por la ciencia como un criterio para distinguirla de la continental. En mi artículo hago mucho hincapié en que no hay temas “prohibidos” en la filosofía analítica, de manera que ésta no puede distinguirse por su objeto de estudio, como propone Rodríguez Pardo, sino más bien por su forma y organización. Defendí que éstas facilitan la cooperación entre investigadores y, consecuentemente, el avance hacia el conocimiento. No estoy diciendo que una distinción entre filosofía centrada y filosofía exenta sea incompatible con mi propia visión de la filosofía, o que esté equivocada per se. Solo digo que no sirve como criterio de demarcación analítico/continental.

Pero el argumento principal de Rodríguez Pardo es que, después de todo, la filosofía continental también trabaja bajo paradigmas. A efectos de demostrarlo, cita los paradigmas fenomenológico, hermenéutico y posmoderno. Si esto es cierto, la noción de paradigma no es suficiente para distinguirla de la filosofía analítica, o al menos eso es lo que defiende Rodríguez Pardo. Por mi parte, pienso que esto no hace más que reforzar mi posición.

Mi punto era precisamente que, mientras la filosofía continental trabaja bajo un sinnúmero de paradigmas diferentes en competencia, la filosofía analítica es ella misma, como un todo, un único paradigma con varias subdisciplinas. Esto es perfectamente compatible con el hecho de que cada paradigma continental tenga sus propias publicaciones indexadas, por ejemplo. En la filosofía analítica, en cambio, lo que ocurre es que las revistas indexadas se dividen en subespecializaciones del paradigma central.

El mito de la razón monológica

La crítica del colega Cristian Andino cuestiona la relevancia de hacer filosofía analítica en Latinoamérica. La intervención es interesante, pues la escribe desde una perspectiva que no he considerado en mi artículo y es diferente tanto de la filosofía analítica como de la filosofía continental: la filosofía latinoamericana. En honor a la verdad, mi artículo debió haberse titulado “Dos caras de la filosofía contemporánea”, sin el artículo inicial.

La meta de la filosofía latinoamericana vendría a ser lo que estos pensadores llaman una “descolonización”. Según ellos, existe una relación de subordinación política, económica y cultural de Latinoamérica y otras regiones (la “periferia”) a los “centros” en los que se concentra el poder: Europa y los países anglosajones. Esta situación afecta también al pensamiento en general y a la filosofía en particular.

La tarea del filósofo consistiría, en primer lugar, en desenmascarar y criticar las categorías y supuestos del “centro”, revelando los intereses ocultos de dominación que hay detrás de aquéllos. Al respecto, Andino escribe, haciendo eco de Spivak, que “la historia del imperialismo está marcada por lo que denomina ‘violencia epistémica’ y siendo el occidental el que construye con sus relatos al ‘otro’ colonizado, el objeto de su descripción siempre será una construcción del sujeto colonizador”.

La segunda tarea del filósofo sería ayudar a resolver los problemas sociales de Latinoamérica. Como escribe Andino: “En un continente con innumerables crisis y problemas sociales… ¿acaso no podría ser una solución para el mundo una filosofía que piense estos temas y trate de dar respuestas universales para su erradicación?” Continúa diciendo que “entonces el filósofo se vuelve filósofo político”. La “descolonización” tiene, entonces, una tarea negativa, de crítica, y otra tarea positiva, de soluciones prácticas.

La filosofía analítica sería una de las tantas encarnaciones del pensamiento colonialista y, por ende, no tiene sentido practicarla en un contexto periférico. Andino escribe, aludiendo a la filosofía analítica:

“Se dice filosofía de muchas maneras y una de las primeras tareas filosóficas es reconocer y desenmascarar las diversas asimetrías materiales que dificultan el diálogo. Si el filósofo se niega a pensar estos temas y prefiere la ‘cientificidad’ académica del pensar en abstracto y desde la univocidad de una razón monológica, esa filosofía debe ser negada por encubridora, excluyente y cómplice de una realidad que nos sobrepasa a diario y a la que no podemos cerrar los ojos.”

Mi primera reacción ante este escrito es repetir, nuevamente, que la filosofía analítica no tiene temas prohibidos. Lo que la distingue es su búsqueda de claridad y exactitud, y un paradigma relativamente estable. Este último no se compone de tesis categóricas, sino más bien de problemas y conceptos.

Un sentido más general de “paradigma” se refiere a los ejemplares. En el caso de la filosofía analítica, algunos ejemplares serían Sobre la denotación (1905) y Nuestro conocimiento del mundo externo (1913) de Bertrand Russell, El nombrar y la necesidad de Saul Kripke y Una teoría de la justicia (1971) de John Rawls. Es muy fácil ver que ninguna de estas dos características de la filosofía analítica constriñe el objeto de estudio del filósofo, entre los que bien podrían contarse la pobreza, el racismo, la cultura, etc.

Los libros World Poverty and Human Rights (2002) de Thomas Pogge y Responding to Global Poverty (2016) de Christian Barry, por ejemplo, muestran que no hace falta abandonar el rigor y la claridad, o crear algo totalmente original y antiparadigmático, para poder encaminar una reflexión que tenga en cuenta a los excluidos. Al contrario, yo diría que un tema tan delicado exige que lo encaremos con todo el rigor, la sistematicidad y la organización posibles. Esto derriba el persistente mito de la “razón monológica” de la filosofía analítica, y me parece que es un punto importante de acuerdo entre aquélla y la filosofía latinoamericana.

La falacia genética

A esto, los partidarios de latinoamericanismo me podrían replicar que el uso mismo de conceptos, problemas, ejemplares, etc. de origen europeo al atacar problemas sociales de la periferia nos conduciría al fracaso, por más que nuestras intenciones sean buenas. Al respecto, Andino afirma: “como señala Derrida en su técnica ‘deconstructiva’, ‘todo conocer supone someter, objetivar y reducir a las categorías del sujeto epistemológico, quien sin darse cuenta de este proceso se autoproyecta en el ejercicio de describir el objeto de su reflexión’”. Es decir, al pretender conocer al sujeto excluido mediante categorías del centro, lo estaríamos reduciendo a la visión que tiene el centro de él como objeto de dominación, querrámoslo o no.

A decir verdad, esta epistemología me parece bastante ingenua y quizá también inconscientemente xenófoba. Hago mucho énfasis en inconscientemente, pues dudo mucho que sus proponentes se den cuenta de ello. Comienzo señalando que la verdad o falsedad de una creencia normalmente no tiene relación con la manera en que ésta se formó, y afirmar lo contrario sería abogar por la falacia genética.

Por dar un ejemplo, si uno forma sus creencias tirando una moneda, es probable que uno termine accidentalmente teniendo varias creencias verdaderas, por más que éstas se hayan generado mediante un método irracional. Es cierto que la falacia genética tiene excepciones, como bien lo señala Kevin C. Klement, pero solo cuando el origen causal de la creencia está directamente relacionado con el contenido de la creencia misma, y en algunos casos de razonamiento abductivo en los que la mejor explicación de una creencia hace verdadera a la misma.

Como ejemplo de este último caso, que Klement considera el más interesante, imaginemos que yo tengo la creencia de que hay un concierto este viernes en el Teatro Municipal. Sin embargo, no recuerdo de dónde quité ésta información y quiero asegurarme de que sea verdadera antes de invitar a mis amigos. Por más que busco, no encuentro la fuente de la información. Pero dado que sé que suelo informarme de fuentes confiables, infiero —por abducción— que la mejor explicación de mi creencia de que habrá un concierto este viernes en el Teatro Municipal es que lo escuché de una fuente confiable, y esto implica que mi creencia es verdadera. En este caso el origen de la creencia es relevante para su verdad. Para refutar el argumento precedente, basta con mostrar que aquélla no es la mejor explicación de mi creencia después de todo. Sin embargo, esto último no probaría que mi creencia sea falsa.

Recuérdese que, si bien en un argumento válido la verdad de las premisas garantiza la verdad de la conclusión, la falsedad de las premisas no hace necesaria la falsedad de la conclusión. Por lo tanto, lo único que se demuestra es que el argumento que utilicé contenía una premisa falsa y es, por lo tanto, defectuoso. Resumiendo, decimos que: a) el ataque a una creencia por su origen es permisible siempre y cuando se lo utilice contra un argumento del tipo expuesto más arriba, que Klement llama “argumento abductivo autoreferencial” y b) tales contraargumentos solo demuestran que el argumento abductivo autoreferencial no funciona, no que su conclusión sea falsa.

Si el principio a) se viola, estaremos cometemos la falacia genética, y esto es precisamente lo que hacen muchos latinoamericanistas, incluyendo Andino. Utilizan el origen foráneo de las ideas como argumento en contra de las mismas, no como contraargumento a un argumento abductivo autoreferencial. Su ataque, por lo tanto, es claramente falaz. Y si no hay un motivo lógico por el cual rechazar esas ideas, el rechazo se transforma —consciente o inconscientemente— en un sentimiento xenófobo.

Debo dejar en claro, para que no haya malentendidos, de que no estoy acusando a nadie de xenofobia. Solo estoy señalando a los latinoamericanistas una posible consecuencia indeseable—por mí y por ellos, estoy seguro— de una de sus ideas, de la que pueden o no estar conscientes (y yo me inclino por lo segundo). Quizá esto es lo que tiene en mente César Zapata cuando advierte en contra de una “radicalización” de la filosofía latinoamericana. Ciertamente, muchas veces hay buenos motivos para rechazar ideas céntricas, aparte del falaz argumento genético, y los latinoamericanistas las proveen. Por ejemplo, creo que hubo buenas razones para rechazar la teoría del desarrollo y adoptar la teoría de la dependencia, pero percibo que es la excepción, lamentablemente.

Lo que rescato es que, como afirma Andino, “de lo que se trata no es de contraponer ‘lo propio’ a lo ‘foráneo’ desde un posicionamiento maniqueo, sino de analizar críticamente las categorías filosóficas que mejor respondan a nuestra realidad”.

Si una idea es o no de origen céntrico es irrelevante. Tampoco es relevante, en este sentido, la forma en que se utilice una idea. El valor de verdad de una idea es indiferente al hecho de que pueda utilizarse para fines bondadosos o malvados, y la física de partículas es una clara muestra de esto, pues condujo a la creación de la bomba atómica y no por ello es falsa. Lo importante que es que la idea en cuestión responda a nuestra realidad, que ayude a resolver nuestros problemas y que sea verdadera. Por problemas entiendo todos los problemas del hombre, no solo aquéllos de índole económica y política.

Parte de lo que nos hace seres humanos es nuestra curiosidad implacable, y que todos nos hicimos algunas veces las grandes preguntas de la filosofía: ¿Qué puedo conocer? ¿Qué debo hacer? ¿A dónde voy? Pensar que el único interés de nosotros, los seres de la periferia, debe limitarse a la segunda de estas preguntas me parece completamente desacertado. Tampoco hay que olvidar que todas las ramas del pensamiento tienen alguna u otra implicancia práctica. Como supo ver Quine, el conocimiento es una red continua en la que no hay nodos aislados. Naturalmente la importancia de los problemas prácticos es mayor para nosotros, dada nuestras circunstancias. Pero creo haber dejado en claro, contra Andino, que el filósofo no puede ser solo filósofo político so pena de dejar de ser humano (metafóricamente hablando).

En última instancia me parece que tanto los analíticos como los latinoamericanistas comparten un afán de mejorar el bienestar de la raza humana mediante el implacable bisturí del análisis y la crítica filosófica. Pero el pensamiento falaz de que las ideas de la filosofía analítica son inmediatamente falsas o inadecuadas por su origen seguirá impidiendo la cooperación entre ambas.

En defensa del progreso

Por último, me toca el gran honor de responder los comentarios de quien fuera mi profesor en el ISEHF, el Mag. César Zapata. Este pensador está de acuerdo con la objeción de Rodríguez Pardo de que la filosofía no es una ciencia, a la que ya he respondido más arriba: “…en relación a la columna del texto, es decir a la distinción entre filosofía analítica y continental, creo que en la réplica del doctor Rodríguez, está sintetizado lo medular de mi objeción; la filosofía no es ciencia”.

Sin embargo, se aparta de Rodríguez Pardo cuando habla del progreso en la filosofía, específicamente del progreso en la hermenéutica:

“Ahora bien, solo añadiría que siempre me ha producido ruido la palabra ‘progreso’, en este sentido prefiero arrimarme a la clave descolonial y sospechar respecto de la carga eurocéntrica que tiene esta palabra, la idea de que esto avanza hacia un horizonte ‘mejor’”.

Por mi parte, creo firmemente que el progreso existe en actividades cognitivas como la filosofía y la ciencia. Ahora bien, progreso cognitivo no es lo mismo que progreso social. Tengo mis dudas acerca de este último concepto, que es el que Zapata parece estar atacando, aunque no lo rechazo totalmente, siempre y cuando esté dentro de ciertos límites. Francamente, no sé cuáles sean esos límites. Pero sí puedo decir que hasta los latinoamericanistas más radicales estarían de acuerdo con que un 0% de pobreza extrema en Paraguay sería un progreso social, por ejemplo. De modo que el concepto tendrá alguna validez.

Sí concuerdo totalmente en que la noción de progreso es subjetiva (“corresponde más bien a una forma humana de ver la realidad”, escribe Zapata) pues esto es lo que le diferencia del mero cambio: el progreso es un concepto normativo, mientras que el cambio es un concepto descriptivo. Como defendí en el artículo académico citado más arriba, lo que sea considerado como progreso o no depende de nuestras metas y valores humanos y de lo que estemos dispuestos a tomar como indicadores de progreso dados nuestros conocimientos/supuestos previos. Sin embargo, añado que el progreso siempre tiene una base objetiva en hechos, o sea que no es una noción completamente subjetiva. La cuestión es, sencillamente, que en la idea de progreso entra en juego también nuestra forma de valorar y de ver los hechos.

Refiriéndose al artículo de Andino, Zapata escribe que “el giro descolonial es una clave hermenéutica inmersa en el filosofar colonial mismo, el mecanismo lo ha venido usando la filosofía desde sus orígenes”. Lo que Zapata quiere hacer ver con esto es que la idea de criticar racionalmente todas las dimensiones de la vida humana, idea que está en la base del proyecto de descolonización, no es una idea original de la filosofía latinoamericana, sino que está a la base misma de toda la filosofía occidental (y quizá también de las filosofías oriental, indoamericana, etc., pero no poseo un conocimiento suficiente de dichas tradiciones como para emitir un buen juicio).

Zapata pone a Nietzsche como ejemplo de esta actitud crítica (siendo él un experto en su filosofía), pero yo mencionaría también a Sócrates y Aristóteles, entre otros muchos. Quizá éste proyecto crítico sea el punto común de todas las formas de practicar la filosofía. Pero queda el hecho de que sigue habiendo diferencias no triviales entre ellas, como creo haber hecho notar en este escrito y el anterior.

Por otra parte, estoy de acuerdo con el comentario de Zapata de que la academia a veces genera una situación en la que se busca más el prestigio mediante malabares intelectuales que la verdad, debido sobre todo a la presión por publicar, y esto parece estar matando la originalidad. Aunque Zapata parece estar hablando de la filosofía en general, esto podría muy bien ser tomado como una crítica directa a la filosofía  analítica que, como defiendo, se caracteriza por su marcada organización academicista. Sin embargo, pienso que esta no es la norma y la situación es corregible. En todo caso, la academia en nuestro país está todavía en fase de formación. Debemos aprovechar para generar, ya desde el inicio, una comunidad académica libre de los vicios presentes en las comunidades científicas extranjeras.

El inglés como lingua franca

Finalizo mi réplica tocando un tema cuyo tratamiento en mi artículo original, a pesar de ser muy marginal y secundario, cobró una importancia inesperada, a tal punto de que todas las respuestas a mi artículo lo mencionan: mi opinión sobre la lengua inglesa.

En una sección en la que traté de explicar por qué en el Paraguay hay muy poca filosofía analítica, opiné que uno de los factores es el desconocimiento de la lengua inglesa; como la filosofía analítica es la más “academizada” de todas las corrientes contemporáneas, y la lengua inglesa es la lingua franca de la academia, la mayoría de la producción analítica se escribe en esa lengua, y no pocas veces los aportes quedan sin traducir al castellano. Por este motivo, el estudio de la misma es muy difícil sin el conocimiento de esa lengua. Una situación muy similar ocurre en las ciencias, ya sean naturales o sociales, por lo que un investigador científico estará siempre perdido si desconoce la lengua inglesa. Por otra parte, destaqué y alabé que el hecho de que haya una lingua franca académica, pues esto sin duda facilita la cooperación entre académicos de todo el mundo.

El inglés como lingua franca de la academia no es una “querencia” mía, como escribe Rodríguez Pardo. Tampoco trato de “buscar un mismo idioma para favorecer el trabajo en comunidad”, como escribe Zapata. No estoy queriendo ni buscando nada; es un hecho que la lengua inglesa es la lingua franca de la academia, independientemente de lo que yo quiera, y las estadísticas lo muestran. Ese hecho, a mi parecer, explica por qué no hay mucha filosofía analítica en Paraguay, aunque le concedo a Zapata que hay ciertas venas de la filosofía en las que el alemán y el francés (en la filosofía continental), y el castellano, el portugués y las lenguas indígenas (en la filosofía latinoamericana) son más útiles.

Pero esto es precisamente porque no son formas de filosofar construidas tan estrictamente bajo el modelo de la academia científica, como sí es el caso de la filosofía analítica (lo que no quiere decir que las demás corrientes no estén dentro del marco académico). Rodríguez Pardo parece creer, inclusive, que yo veo al inglés como una lengua universal del filosofar, como si fuese que no se puede hacerlo en otra lengua. Entonces pregunto a mis lectores, si es que todavía no se han convencido de lo desacertado de las atribuciones que se me hicieron: ¿Qué es lo que estoy haciendo ahora mismo si no es filosofar en español?

Andino llega al extremo de sugerir que la filosofía analítica busca “una verdad que se expresa en lengua extranjera y que desprecia y cataloga de bárbara nuestras lenguas maternas”. Aclaro al estimado Andino que lo que busca la filosofía analítica es la verdad a secas, y si actualmente los filósofos de todo el mundo la expresan mayoritariamente en inglés es simplemente para que la entienda también un chino, un polaco, o un ruso, o sea, por razones prácticas, no por xenofobia.

Si el griego Ioannis Votsis no hubiese escrito en inglés yo no podría haber leído jamás sus geniales artículos sobre realismo estructuralista que tanto me ayudaron durante la redacción de mi tesis de licenciatura. Si el finés Ilkka Niiniluoto, en un arrebato de irracional nacionalismo, no hubiese escrito su Truthlikeness (1987) en inglés, yo jamás hubiese podido escribir un artículo académico sobre el concepto de verosimilitud y el progreso científico. Hubiese quedado “excluido” del diálogo, por utilizar un término que es del agrado de los latinoamericanistas. Si bien no debemos negar que la lengua inglesa llegó a ser lo que es debido a la poderosa y muchas veces injusta influencia cultural, económica y política de los anglosajones, está claro que esto no afecta la practicidad de disponer de una lingua franca académica, pues facilita la colaboración global entre intelectuales, como ya he manifestado repetidas veces.

Por otra parte, parece ser que no es poca la filosofía latinoamericana que se publica en inglés después de todo. Dudo que detrás de este hecho haya algún otro motivo aparte de la practicidad.

Espero poder haber aclarado y respondido, mediante este escrito, las dudas y los comentarios generados por mi columna en Ciencia del Sur, a cuyo equipo editorial agradezco el espacio que nos brindan a mí y a los demás para propiciar este debate.

 

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Licenciado en filosofía por el Instituto Superior de Estudios Humanísticos y Filosóficos (ISEHF) en 2015. Fue profesor de filosofía del lenguaje en el ISEHF e investigador independiente. Directivo de la Sociedad Paraguaya de Filosofía. Es columnista de Ciencia del Sur, donde también es editor de ciencias humanas y sociales. Su trabajo está incluido en el libro "La ciencia desde Paraguay" (Servilibro).

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4 COMENTARIOS

  1. Está muy interesante la respuesta, tiene pasajes muy buenos. La falacia genética es un ataque lógico muy ordenado y en primera instancia demoledor contra uno de los cimientos del filosofar poscolonial, creo que hay que tomarlo con cuidado, por suerte antes de opinar vamos a esperar a que nuestro amigo Cristian Andino saque sus cortopunzantes argumentos en contra. La retaguardia nos da más tiempo :). Respecto al «progreso» hay que hacer distinciones más específicas para afinar el dialogo, esto implica poner en la parrilla las nociones de cambio y movimiento, y tal vez de relativo y absoluto. Subtitulé mi artículo como 1+1=1, porque, como alguna vez lo explicaré, el rostro de la filosofía es uno, esto es el acto filosofante. Rescato dos frases, una del señor Flecha, que dice «quien la tiene más grande» me gustó la rudeza, jajjjaaj, y la otra de Fabrizio Pomata en su artículo; «acaso no estoy filosofando en español!!»

  2. Un articulo útil, me permite mirar de otros ángulos la investigación que realizo sobre el razonamiento verbal en la comunicacional intercultural. Gracias

  3. Me encuentro recién con este artículo y de verdad que es un hallazgo dialógico que habría que analizar en las globalidad de los distintos textos citados, es decir, en el encuentro de posiciones/tradiciones (no digo paradigma, porque aunque hay gente que todavía hoy usa el término como si de una lápida parlante se tratase, hasta él propio Kuhn encontraba más que problemático el concepto, que se fue revelando como una herramienta bastante más vaga de lo que podría suponerse de entrada) que buscan entrar en conflicto desde sus weltanschauungen constitutivas. Hay un crisol en cada uno de los mundos filosóficos aludidos, gradaciones, desplazamientos y capacidades para generar nuevos recursos heurísticos, epistémicos y, al final, dialógicos con otros locus relevantes en la esfera «general» del pensamiento. El autor de este texto, me parece, justamente intenta labrar en la dirección de un común del pensar, con un afán por la verdad que apunta al pensamiento filosófico clásico (y su preocupación lógico-argumentativa por encontrar una justificación que esté más allá de las sinuosidades contingentes de la res extensa); intenta avanzar entonces más allá de lo artificioso que puedan resultar los atrincheramientos (muchas veces tan sólo retóricos) de supuestos posicionamientos del pensar que responden a la especifidad tiempo/espacial de lo pensable, si se me permite la expresión, cuando en realidad parecieran estar apelando a la sola constancia o empeño de apelar a una caja de herramientas conceptuales cuya dimensión política tiende a desdibujarse ante los írónicos retorcimientos de la realidad real.

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