Más humanos, menos humanos

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mascotas humanas
Alrededor de la mitad de los hogares en el mundo cuenta con una mascota (Foto: The Found Animals Foundation).
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Como a muchos, desde hace algunos años me sorprende más y más ver a más gente relacionarse más intensamente con sus animales de compañía. Acompañando a sus orgullosos amos, perros y gatos son ubicuos en calles y parques, luciendo cortes y trajecitos en malls y aeropuertos, y empujados en cochecitos de vacaciones en el campo y la playa.

Los extendidos gestos de amor que amos profesan a sus mascotas son justificados. Hay evidencia que los animales suscitan cariño naturalmente y lo retribuyen con creces, lo que causa gran provecho espiritual y físico a sus propietarios. Resumidos en el llamado “efecto mascota” estos abarcan beneficios en el sistema cardiorespiratorio, la prevención de alergias, la presión sanguínea, depresión, obesidad, etc.

Este apego tiene también otros efectos subsecuentes: en 2019, una encuesta a casi 10 000 propietarios de mascotas Alemania, España, Francia, Reino Unido y Polonia, dio a conocer que 88% de ellos equiparan la muerte de sus animales a la de una persona cercana

El incremento en la estima por las mascotas no es solamente cualitativo sino también cuantitativo. Se calcula que alrededor de la mitad de los hogares en el mundo cuenta con una mascota, y los números tienden a crecer. Las causas de este aumento son principalmente tres: el crecimiento de las clases medias, generalizado en casi todo el mundo; el apego por los animales por los millenials y la generación Z (los nacidos entre 1980 – 1995 – 2010); y la última, el empujón dado por la pandemia de COVID-19, que además desató una epidemia de soledad.

Si hay que buscar una razón para este aluvión de sensibilidad hacia los animales, la palabra clave es seres sintientes, y al caso, hay un hito que vale la pena recordar: en 2012, como colofón a una conferencia científica del tema, se emitió la Declaración de Cambridge de la Conciencia, que concluyó que:

(…) el peso de la evidencia indica que los humanos no somos los únicos en poseer la base neurológica que da lugar a la conciencia. Los animales no humanos, incluyendo a todos los mamíferos y aves, y otras muchas criaturas (…), también poseen estos sustratos neurológicos.

Aunque el sentido común y la globalización han diseminado abrumadoramente el trato digno de las mascotas, es esta argumentación científica la que apuntala los cambios legales e institucionales necesarios para satisfacer estos nuevos umbrales de lo socialmente aceptable, y al final lo que garantice su permanencia. 

Aunque no toma mucho darse cuenta de que los perros y gatos, y el consenso alrededor de ellos, forman apenas la punta del iceberg. El ganado, los animales de laboratorio usados en experimentación, los mantenidos en cautiverio para ser exhibidos o participar de espectáculos, o aquellos retenidos para ser cazados, y un largo etcétera, conforman la lista de seres sintientes cuyo dolor y sufrimiento transgredimos regularmente. Y en consecuencia son el foco de atención de movimientos por los derechos de los animales, contra el maltrato animal, abolicionistas, veganos y especistas.

Las mascotas, sin embargo, suelen estar en el ojo público, y a veces por razones poco halagüeñas: en mayo pasado, una feligresa se aproximó al papa Francisco para pedirle que “bendijese a su bebé”, quien al acercarse se dio cuenta de que se trataba de un cachorro. Hace poco, dos familias indonesias casaron a sus perros siberianos en una boda tradicional que costó USD 13.500. Pero si estos son ejemplos de extravagancia, es también cierto que los gastos en mascotas son considerables. Los gastos regulares, se estima, suman más de USD 200 mil millones y tienden a crecer 5% cada año, lo que algunos acusan de dispendio: ropa, coches, muebles, vacaciones, spas, joyas, etc. 

Como en varios otros asuntos, en este no hay una línea roja. Pero creo que en el hecho de que a unos les irrite la palabra perrhijo, a otros les indigne comer pulpo y a algunos les enerven los festivales taurinos, se husmea un viento de cambio, uno que nos hace más humanos; aunque cabe la paradoja que algunos excesos nos hagan también menos humanos. 

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Daniel Callo-Concha

Científico y docente peruano en la Universidad de Bonn y la Universidad de Kaiserslautern-Landau, ambas en Alemania. Trabaja en investigación para el desarrollo y prefiere los enfoques sistémicos. Cuando no está trabajando disfruta de su familia y entre otras cosas, leer y escribir.

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