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«Soy un opositor acérrimo a esta suerte de suicidio colectivo que estamos practicando con la destrucción de la naturaleza. Yo me opongo a esto como ser humano. Creo que no hago más que sumarme a la enorme legión de gente que siente esa misma angustia por el porvenir que aguarda a nuestros hijos: la reserva de toda la historia y la cultura del hombre”.

Augusto Roa Bastos
Ecología y Cultura

Recientemente, el doctor John Mather, premio Nobel de Física y científico de la NASA, nos decía con respecto a la política científica en Estados Unidos: «Mi opinión es que a la verdad no le importa si usted le cree o no, y a la madre naturaleza no le importa si usted cree en ella».

Sí, los hechos se sostienen solos, pero la negación de la realidad tiene consecuencias.

Donald Trump probablemente no sepa que en la ampliación de las rutas internacionales 2 y 7 de Paraguay se tumbaron decenas o cientos de árboles que están modificando el ecosistema de esa región, afectando a la población humana, animal y vegetal.

Posiblemente ignore lo que está ocurriendo en Tuvalu o en Kiribati, países oceánicos cuyas islas no solo están amenazadas por el cambio climático, sino que ya sufren desplazamiento humano. Pero si Trump en realidad fue informado de la situación y rechaza actuar de acuerdo a las pruebas, estamos ante un escenario peligroso.

¿De qué sirve la evidencia si no es comunicada, si al final las pasiones desmedidas, la brutalidad humana y un nacionalismo político y económico anacrónico pasarán de largo los hechos?

¿Por qué enseñamos a los niños que deben cuidar su medio ambiente si al final el supuesto líder del mundo libre se burlará abiertamente de los esfuerzos?

¿Es disonancia cognitiva o se está actuando de manera consciente y alevosa? De todas formas, la salida de Estados Unidos del Acuerdo de París es lamentable y hará perder tiempo, paciencia y dinero a investigadores, técnicos y políticos que deben tratar de reducir, porque no se puede frenar, el daño que causamos a nuestro planeta como especie.

El escepticismo es sano y construye si se sustenta en dudas racionales, no emanadas de las pasiones bestiales ni de los intereses estrictamente étnicos o ideológicos.

En su libro Ecología y Cultura (Servilibro-El Cabildo), el galardonado novelista paraguayo Augusto Roa Bastos habla del tekoha, ese lugar o modo de ser que veían y vivían los guaraníes: lo que somos, lo que vivimos, lo que decimos y dónde lo hacemos.

El guaraní, como muchas otras lenguas, contiene una complejidad única. Hoy lo hablan al menos 8 millones de personas en Sudamérica, con una población mayoritariamente no indígena. Los indígenas de Paraguay, por ejemplo, siguen siendo desplazados, ignorados, violentados y hasta masacrados en pleno siglo XXI.

El tekoha de Roa Bastos era el exilio, el de Trump es la ignorancia y soberbia. Nuestro hábitat abarca a todas esas cosmovisiones: tenemos gente que ignora los mejores modelos de explicación de la realidad, como también quienes nos ayudan con la tarea de comprender mejor a la naturaleza y por ende también a nosotros mismos.

Nos urge hacer llegar de más y mejores maneras lo que las ciencias nos dicen sobre el cambio climático por el cual atraviesa nuestro planeta.

Para Australia y Nueva Zelanda no se trata más de alertas ni estimaciones, allí las consecuencias ya tienen nombres y apellidos. La población del Pacífico está comenzando a emigrar por causas climáticas y aparece un nuevo tipo de refugiados por el clima.

En algunos años, el 1 de junio de 2017 será recordado como el día en que nos decepcionamos de Washington y con la mirada puesta en la capital francesa reflexionamos que hacía falta más ciencia, más investigación, más pensamiento crítico y más comunicación científica.

Así como Roa Bastos lo hizo, y en el centenario de su nacimiento, nos sumamos a esa oposición como seres humanos a enterrar nuestra cultura y nuestra naturaleza por culpa de políticos que desprecian la evidencia. Llamamos a la rebeldía: divulguemos más ciencia.

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