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Por Mónica Bustos ∗

Una sala de embarque casi vacía, una pista sin aviones y un hombre sentado de espaldas. Pausa. Busco cuadro por cuadro la imagen ideal, que nada esté fuera de foco, ahí, congelemos esa imagen. Predominan los colores fríos. Él está solo. Mirémoslo por un momento desde aquí, en silencio, antes de que la memoria vuelva a correr.

Premio Nacional de Literatura. El último gran escritor de la Generación del 50. Poeta. Intelectual. Sociólogo. Antropólogo. Dramaturgo. Ensayista. Catedrático. Uno de los máximos referentes de la literatura paraguaya… Todo es verdad, pero falta algo.

Volvamos al aeropuerto. Hay un vuelo retrasado. Una espera larga. Buscamos a Don Ramiro y lo encontramos sentado solo en una sala de embarque casi vacía. Juan intenta explicar que somos sus compañeros de viaje, pero él no comprende, sino hasta que Juan dice: “Somos escritores”. Ahí nos conocimos.

En la siguiente escena, Juan Ramírez Biedermann y Ramiro Domínguez hablan sin parar, mientras yo los miro en silencio; hablan del barrio Las Mercedes o Tuyucuá, de los nazis en Paraguay, de Mengele, de Hohenau, del Mossad, tal vez de croatas, no lo recuerdo con exactitud, no tengo tan buena memoria, como la tenía Don Ramiro. Solo conservo piezas sueltas, fragmentos pequeños que se resisten a la extinción.

En uno de estos fragmentos podemos verlo sentado en la primera fila de una van: habla de Francisco Piria, fundador de Piriápolis, de los viejos caminos que unían Montevideo y Punta del Este, de la toponimia guaraní del Uruguay, de los nombres de las calles, los pueblos, los cerros y los ríos. Podía hablar de todo lo que había a su alrededor, y daba la sensación de que frente a sus ojos se estaban construyendo las cosas: las rutas, los edificios, los puentes, y que él simplemente describía lo que veía. A medida que hablaba, un mundo en blanco y negro iba tomando color.

Hasta los escritores muertos volvían a la vida a través de sus palabras, se sentaban en nuestra misma mesa, rejuvenecidos y alegres, compartían con una nueva generación.

También persiste este otro momento: yo, en una charla, a punto de quebrarme por ciertos recuerdos, pero me repongo y continúo. Al final, cuando todos se van, él viene hacia mí y me da un abrazo. Un fuerte abrazo. Esto es lo que faltaba, a esto me refería. Esa es la persona que se fue. Se llamaba Ramiro Domínguez. Lo conocí muy poco, pero bien. Aunque me digan que solo fue un abrazo que duró dos segundos, para mí, continúa.

Una sala de embarque vacía, una pista sin aviones y un aeropuerto con las luces apagadas. Él ya no está en esa silla. ¿En dónde estás? ¿En tu amada Villarrica o en una playa de Piriápolis? En ambos lugares, tal vez. Lo veo sentado de espaldas, con una copa de vino y un buen libro. Predominan los colores cálidos. No está solo. Mirémoslo por un momento desde aquí, en silencio, antes de que la memoria vuelva a correr.

 

∗Mónica Bustos (1984) es una escritora y cuentista paraguaya galardonada. Forma parte de la nueva generación de escritores sudamericanos. Entre sus trabajos, destacan: León Muerto (2003), Complejo de Bustos (2004), Chico Bizarro y las moscas (2010), El club de los que nunca duermen (2012) y Novela B (2013). En 2008, ganó el Primer Premio del concurso de cuentos Dr. Jorge Ritter, y su obra Chico Bizarro y las moscas ganó el I Premio Augusto Roa Bastos de Novela (2010).

 

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