Semanas atrás, miles de científicos y simpatizantes han marchado en las calles de las grandes ciudades del mundo en defensa de la ciencia. El movimiento es de origen estadounidense y tiene que ver con una reacción al posicionamiento considerado anticientífico del recientemente electo presidente Donald Trump.
Este no solamente ha amenazado con recortar significativamente el aporte para las investigaciones en las áreas relacionadas con estudios climáticos de calentamiento global, sino ha negado el valor de la contribución a la salud de productos médicos derivados de años de investigación científica, como son algunas vacunas.
Tradicionalmente, la comunidad científica ha trabajado en silencio en sus laboratorios, pretendiendo mínima interferencia para su actividad creativa o empírica que habitualmente requieren de alta concentración y silencio. Si bien los científicos han expresado de manera individual sus inclinaciones políticas, religiosas o deportivas, raras veces lo han hecho de manera colectiva y pública.
Es probable que este comportamiento algo atípico para el resto de las profesiones, que se han caracterizado por su activismo gremial y público en defensa de sus intereses sectoriales, se haya originado en el ethos humboldiatno de la universidad germánica de investigación, imitado por otras, donde el profesor investiga y enseña lo que estudia, sin contacto deliberado con el milieu social.
La comunidad general de los países de ciencia central han idealizado casi hagiográficamente la ciencia desde la Ilustración y la Revolución Francesa. Sin embargo, dos fenómenos que pudieron haber contribuido a la actitud anticientífica de algunos ciudadanos, como el gobernante recientemente citado, han ocurrido en las últimas décadas. Uno está representado por la despiadada crítica de los filósofos posmodernistas, que reposicionaron a la ciencia como una actividad más, sin que se diferencie, distinga o destaque de otras, como las profesionales y aun de las mitologías o seudociencias tan en boga. Han cuestionando filosóficamente la objetividad de las verdades científicas. Enfatizando los efectos deletéreos de la ciencia, confundiendo casi siempre la ciencia con la técnica.
Este malestar con la comunidad de los científicos, originada en los departamentos de estudios humanísticos de las grandes universidades del mundo, se debió probablemente a la injusta adjudicación de mayores recursos financieros y estatus académico a científicos de las ciencias formales y naturales comparando con las disciplinas humanísticas o las ciencias sociales. En la creencia que aquellos están más relacionados con el progreso material que estos. El aspecto positivo es que bajó a la ciencia a la realidad social.
El otro malestar se relaciona con la nueva especie de científicos, que además de la búsqueda genuina de nuevos conocimientos y leyes fundamentales pretenden lucrar con el resultado de sus investigaciones. Creando una dicotomía de visiones éticas de los científicos tradicionales y los emprendedores y alterando la unidad habitual de la comunidad de científicos. Pero estas discusiones están confinadas a los seminarios académicos y alguna prensa que busca los escándalos, resaltando más que los grandes descubrimientos que ocurren a diario, fallas en la ética de la investigación o algún fraude aislado.
Pero la verdad es que muchísimos ciudadanos del mundo siguen confiando en la ciencia porque sus resultados están a la vista y representados por miríadas de nuevas visiones del mundo, por productos tecnológicos de gran utilidad, que no hubieran sido posibles sin el pensamiento científico previo. Es por eso el gran éxito de la marcha en pro de la ciencia, que aglutinó por primera vez en manifestaciones públicas de reclamo a científicos y no científicos de manera global y masiva.
Un grupo menor de científicos, quizás me incluya en este grupo, vería la militancia de los investigadores con escepticismo y como arma de doble filo. Ello porque revelaría las necesidades mundanas de los científicos como equiparables al silencioso y desinteresado ejercicio de la creatividad, con la autoexpresión como símbolo motivacional de su quehacer diario. Nada está más lejos de la realidad.
Directivo y columnista de Ciencia del Sur. Es un destacado médico patólogo, investigador y comunicador científico. Es Premio Nacional de Ciencia de Paraguay 2002 por sus trabajos sobre cáncer de pene y actualmente es uno de los científicos paraguayos más productivos, según el Conacyt.
Recibió la prestigiosa Medalla Koss, que otorga la Sociedad Internacional de Patología Urológica. Es director del Instituto de Patología e Investigación, IPI. Como comunicador científico se inició en el diario ABC Color hacia finales de los '60. Tiene decenas de publicaciones científicas y capítulos en libros que van desde la medicina a la educación superior.
En Ciencia del Sur escribe columnas y editoriales sobre medicina, patología, epistemología, filosofía de la ciencia y educación universitaria.
[…] antes de ser publicado. No es bien visto en la comunidad de científicos que un investigador sea un militante de una causa de tinte político o ideológico, causa en que también está realizando trabajos […]
[…] varios años— recién hace dos años hubo una primera gran manifestación de los investigadores. Escribimos algo en Ciencia del Sur. En Argentina esto es más frecuente. Es la primera en Paraguay, por una […]
[…] después, en su artículo “¿Científicos militantes?”, el Dr. Antonio Cubilla, investigador y Premio Nacional de Ciencia 2002, describía el […]