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Si preguntamos a cualquiera qué hormona hace que los hombres sean hombres, es muy probable que la respuesta sea la testosterona. En textos de divulgación, foros de discusión y videos de YouTube es común hallar a  dicha hormona como explicación de las diferencias físicas y conductuales entre hombres y mujeres.

Hace unos años, la neurocientífica Debra Soh afirmó que el nivel de exposición a la testosterona prenatal era “el factor determinante con respecto a lo que los niños estarán interesados” (Vedantam, 2017). Para Soh, que las niñas con hiperplasia adrenal congénita prefieran actividades típicamente masculinas o que haya más científicos que científicas demuestra “lo poderosa que es la biología” (Vedantam, 2017).

Desde una opinión similar, la filósofa Roxana Kreimer planteó que la testosterona era responsable de que hombres y mujeres tengan distintas preferencias e intereses. En uno de sus videos, Kreimer (2020a) afirmó que hay “predisposiciones biológicas” que distinguen las elecciones de hombres y mujeres en diversos temas. Entre aquellas predisposiciones figura la testosterona.

La divulgación de Kreimer a favor de la testosterona no es nueva. Pese a sostener que la biología interactúa con la cultura, Kreimer (2019) también consideró que la biología “no es lo único, pero tiene un papel importantísimo”. Con respecto a las diferencias de género, Kreimer (2019) afirmó que “la biología en algunas cuestiones es decisiva”.

Aunque ambas posturas difieran en algunos matices (Morales, 2019), aquellas coinciden en que la testosterona es decisiva, así como un factor determinante que tiene un papel importantísimo en la explicación de ciertas brechas de género. Nadie debe dudar de que estas son palabras mayores.

No obstante, ¿qué tan cierto es todo ello? ¿Será que la testosterona es necesaria para entender las diferencias de conducta entre hombres y mujeres? ¿Qué dice la evidencia científica?

Testosterona, la raíz de la agresividad

Si revisamos la literatura, hallaremos numerosos estudios que revelan un fuerte vínculo entre testosterona y diferencias de género.

Algunos de ellos, como las investigaciones de los psicólogos Simon Baron-Cohen o Richard Lippa, fueron citados por Kreimer (2020b) en un artículo publicado en la revista Disputatio para explicar por qué hombres y mujeres muestran intereses distintos. Dicha literatura, aunque es la más popular, es solo una parte.

Una forma especial de estudiar cómo la testosterona moldea las diferencias de género es analizando la conducta de mujeres con mayores niveles de dicha hormona.

Lo que múltiples estudios han demostrado durante años es que las mujeres con mayor testosterona prefieren actividades típicamente masculinas (Berenbaum et al., 2000; Hines et al., 2004; Auyeung et al., 2009; Chowdhury et al., 2015; Hines et al., 2015; Spencer et al., 2021). Para dichos estudios, la testosterona masculiniza el cerebro durante su estancia en el útero de la madre, haciendo que las mujeres se interesen por cosas de varones.

Tal fórmula también explica las diferencias sexuales en un tópico fuertemente debatido: la agresividad. En efecto, una gran cantidad de estudios ha revelado durante décadas un vínculo entre testosterona y agresividad (Archer, 1988, 1994, 2006; Archer et al., 1998; Aromäki et al., 1999; Batrinos, 2012; Book et al., 2001; Carré et al., 2017; Dabbs et al., 1995; Giammanco et al., 2005; Stenstrom et al., 2018; Tremblay et al., 1998).

Sobre tal relación se basan algunas propuestas científicas, como la hipótesis del macho guerrero. Dicha hipótesis sugiere que la mente masculina ha sido moldeada por la competencia intergrupal para la adquisición y protección de recursos reproductivos (McDonald et al., 2012; Muñoz-Reyes et al., 2020; Van Vugt et al., 2007).

Sobre tal vínculo directo entre testosterona y conducta también se apoyan otras tesis más controversiales. Por ejemplo, algunos afirman que la preferencia de niños y niñas por juguetes para niños y para niñas (Morales, 2023a) o la preferencia masculina por las carreras científicas, tecnológicas e ingenieriles (Morales, 2023b) dependen de la biología y no de los roles de género ni de la socialización.

Recientemente, la antropóloga Carole Hooven (2021) ha publicado el libro T: The story of testosterone, donde no solo reúne la amplia investigación sobre la influencia de la testosterona en la conducta humana, sino que además ejerce una crítica hacia quienes niegan su impacto. Se trata de un libro muy discutido.

Que los hombres posean mayores niveles de testosterona y que, además, sean más agresivos que las mujeres es un hecho usualmente considerado como prueba de que dicha hormona no solo causa agresividad sino además otras conductas antisociales, como el propio acoso sexual.

No obstante, dicha conjetura parte de un problema fundamental.

Correlación no es causalidad

Si lo que afirman tales estudios, publicados en importantes revistas científicas, es cierto, ¿por qué nos equivocamos al creer que la testosterona causa agresividad?

Empecemos por una de las lecciones más básicas de la estadística: correlación no es causalidad. Que un evento B ocurra después de un evento A no significa que A cause B, pues tanto A como B pueden ser consecuencia de alguna otra causa.

La mayoría de estudios que muestran que las mujeres con hiperplasia adrenal congénita prefieren actividades masculinas solo muestran correlaciones entre dicha preferencia y los niveles de testosterona (Archer, 1994; Book et al., 2001; Carré et al., 2017; Tremblay et al., 1998). El problema con ello es que por más que haya correlación entre dos eventos, no podemos afirmar que haya un vínculo causal.

De hecho, diversos estudios han develado correlaciones entre hechos tan disímiles como consumir de helados de crema y asesinar, el descenso del número de piratas y el calentamiento global, el vivir en un país pobre y el tamaño del pene, el ingerir comida orgánica y presentar autismo, o entre el bajo consumo de periódicos y las películas malas de M. Night Shyamalan (Harlin, 2013). Ello recibe el nombre de correlación espuria porque, aunque revela vínculos innegables, estos son insignificantes.

Si bien el nexo entre testosterona y agresividad no es espurio, afirmar que la testosterona causa agresividad es un argumento no respaldado por evidencia científica. Sí, uno de los dogmas más fuertes de la ciencia pop, largamente difundido en la cultura popular, en realidad, carece de todo sustento empírico.

Así como correlación no implica causalidad, un estudio correlacional tampoco es igual que uno experimental. Por un lado, con el perdón de los estadísticos, lo que un estudio correlacional mide es la relación lineal entre dos variables (testosterona y agresividad), de modo que si una varía (testosterona), la otra también lo hará (agresividad).

Aunque su fórmula es sencilla, aquellos estudios pueden predecir el resultado de cierta variable si determinan la conducta de la variable que la antecede. Por ejemplo, tales estudios pueden predecir que la agresividad aumentará si previamente aumenta la testosterona. Por ello se dice que ciertas variables muestran poder predictivo.

No obstante, por otro lado, mediante la manipulación de variables y la conformación de grupos de control, un estudio experimental puede determinar con mayor exactitud cuál es el factor que genera cierto resultado. Este tipo de estudios se emplea, por ejemplo, para determinar qué vacuna es la más apropiada para combatir determinada infección.

Por ello, para demostrar que la testosterona realmente causa agresividad, era necesario realizar experimentos.

Durante las últimas dos décadas, la noción de agresión “impulsada por la testosterona” ha brindado una explicación rápida y fácil para la violencia masculina. El público en general ha aceptado sin reservas la idea de una relación causal entre los altos niveles de testosterona y la conducta agresiva en muchas áreas del quehacer humano, incluidos los deportes. No obstante, la evidencia de tal relación está lejos de ser concluyente. Las investigaciones de primates no humanos y numerosos mamíferos han arrojado en general una fuerte correlación (positiva) entre la conducta agresiva y las concentraciones de testosterona en la sangre. No obstante, investigaciones comparables de hombres humanos han revelado que la relación es tenue, en el mejor de los casos. (Russell, 2008, p. 65)

Robert Sapolsky y el problema con la testosterona

Robert Sapolsky
Robert Sapolsky (Foto: The Psychology Podcast).

A inicios de los años 90, el neuroendocrinólogo Robert Sapolsky (1990a, 1990b) discutió la influencia de la testosterona en la conducta en una serie de estudios pioneros realizados con primates. En su libro The trouble with testosterone, Sapolsky (1997) ofreció una lectura contextualizada de aquellos experimentos.

En uno de aquellos estudios, Sapolsky analizó una jerarquía de 5 primates (primate 1, primate 2, primate 3, primate 4 y primate 5) y observó cómo los que estaban en puestos superiores eran más agresivos con los que estaban en puestos inferiores. Para testear sus efectos, se inyectó testosterona al primate 3 y se observó su conducta.

Los resultados confirmaron lo sospechado: el primate 3 fue más agresivo que antes.

Aquí un estudio experimental mostró que la testosterona generó una mayor agresividad. En palabras de Sapolsky (1997), “cuando luego revisas los datos conductuales, resulta que [el primate 3] probablemente participará en interacciones más agresivas que antes” (p. 154). Sin duda, esto haría que cualquier testosterone lover confirme sus creencias.

No obstante, allí no queda todo.

En lo que parecía un resultado irrefutable, Sapolsky (1997) observó que el primate 3, aunque más agresivo que antes, no lo era con todos los primates sino únicamente con los que estaban debajo de él en la jerarquía. Con respecto a los que estaban por encima, el primate 3 todavía se mostraba sometido y sumiso. ¿Por qué?

Observa al número 3 más de cerca. ¿Está ahora haciendo llover un agresivo terror sobre todos y cada uno de los miembros del grupo, echando espuma en un barniz androgénico de violencia indiscriminada? De ningún modo. Aunque se haya convertido simplemente en un bastardo total para los números 4 y 5, todavía se somete juiciosamente ante los números 1 y 2. Esto es fundamental: la testosterona no está causando agresión, está exagerando la agresión que ya existe. (Sapolsky, 1997, p. 155)

Si bien es cierto que la testosterona influencia ciertas respuestas conductuales en primates y humanos, ¿qué es lo que genera en última instancia que dichas respuestas sean agresivas y no de otro tipo? ¿Qué causa la agresividad? En sus estudios, Sapolsky (1997) demostró que el entorno era clave. La fórmula es muy sencilla.

Si el entorno social preestablece que para ejercer dominancia y mantener el estatus debemos ser agresivos, entonces la testosterona impulsará conductas agresivas. Por ese tiempo, Allan Mazur y Alan Booth (1998) destacaron en su clásico estudio cómo el estatus y la cultura influenciaban los efectos de la testosterona en la conducta: la llamada teoría del estatus (status theory). Ello cuestiona la existencia de una relación lineal simple entre dicha hormona y la agresividad.

En este esquema, lo que hace la testosterona no es causar agresividad, sino incrementar aquellas conductas ya existentes que habían sido preestablecidas por el grupo social como condición para ejercer la dominancia y mantener el estatus. Desde una mirada evolucionista, es claro que la cultura juega un rol fundamental en el tipo de respuesta conductual que se va a generar.

Una vez más, haz tu intervención hormonal; inunda el área con testosterona. Puedes hacerlo inyectando la hormona en el torrente sanguíneo, donde finalmente llega a esta parte del cerebro. O puedes ser elegante y microinyectar quirúrgicamente el material directamente en esta región del cerebro. Seis de uno, media docena del otro. La clave es lo que no ocurre a continuación. ¿La testosterona ahora causa que haya potenciales de acción que surgen por la estría terminal? ¿Enciende ese camino? De ningún modo. Si y solo si la amígdala ya está enviando una descarga de potenciales de acción que provocan agresión por la estría terminal, la testosterona aumenta la tasa de dichos potenciales de acción al acortar el tiempo de reposo entre ellos. No enciende la vía; aumenta el volumen de la señalización si ya está encendida. No está causando agresión; está exagerando el patrón preexistente de la misma, exagerando la respuesta a los desencadenantes ambientales de la agresión. (Sapolsky, 1997, pp. 155-156)

La importancia del entorno

En su enciclopédica obra Behave, Sapolsky (2017) reafirmó la importancia del entorno y sostuvo que “la agresividad típicamente tiene más que ver con el aprendizaje social que con la testosterona, y los diferentes niveles de testosterona generalmente no pueden explicar por qué unos individuos son más agresivos que otros” (p. 102).

En otras palabras, el contexto es más relevante que la hormona.

Como tal, la testosterona impulsa conductas agresivas porque nuestro entorno social ha preestablecido que, para obtener estatus, hay que ser agresivos y dominantes. Que los hombres sean quienes exponen mayor agresividad (o lideran los índices de homicidios) no dice nada sobre aquella hormona sino sobre cómo son socializados: ¿Desea obtener estatus? ¡Sea agresivo! ¡Mentalidad de tiburón! ¡Viva la libertad, carajo! ¡Modo guerra!

Actualmente, diversos estudios muestran que, según lo preestablecido por el entorno social, la testosterona incluso puede impulsar conductas de generosidad y sumisión.

En un estudio publicado en la Proceedings of the National Academy of Sciences, Jean-Claude Dreher y colegas (2016) emplearon una versión modificada del Juego del Ultimátum. Generalmente, este diseño experimental consiste en hacer que una persona (el proponente) le ofrezca cierta cantidad de dinero a otra (el respondiente). Si esta no acepta el trato, ninguno de ellos recibe dinero; en cambio, si acepta, ambos reciben el dinero según la propuesta.

En el estudio, los 40 participantes tomaron el papel de respondientes y tenían, además, la opción de castigar o recompensar al proponente aumentando o disminuyendo su pago a un costo proporcional para ellos mismos. Esto le daba a los respondientes (es decir, a los participantes del experimento) un rol activo para así poder observar sus conductas con respecto a los ofrecimientos de los proponentes.

A modo de conclusión, Dreher y colegas (2016) hallaron que los individuos que recibieron dosis de testosterona tenían mayor probabilidad de castigar las ofertas injustas, lo que revela un vínculo entre mayor testosterona y mayor probabilidad de castigar la injusticia. Ello demuestra que, en efecto, conforme a estudios clásicos, dicha hormona sí causa las conductas agresivas ante la provocación.

No obstante, y aquí viene lo interesante, cuando los individuos con mayor testosterona recibían ofrecimientos más grandes, también mostraban mayor probabilidad de recompensar al proponente y elegir recompensas más grandes. Para los autores del estudio, tales resultados indican que la testosterona no solo genera agresividad, sino que también potencia las conductas generosas si estas son clave para aumentar el estatus.

Sí, la testosterona también nos vuelve generosos.

Asimismo, en otro estudio publicado en la revista Scientific Reports, Yukako Inoue y colegas (2017) aplicaron el Juego del Ultimátum en miembros de un equipo de rugby de una universidad japonesa, un grupo donde el estatus es un elemento clave. Como resultado, el estudio halló que en los miembros más veteranos (con mayor estatus), los mayores niveles de testosterona se vincularon a una menor capacidad para asentir.

 

En cambio, en los miembros más jóvenes (con menor estatus), los mayores niveles de dicha hormona se vincularon a una mayor capacidad para asentir. Para los autores del estudio, aquellos resultados sugieren que la testosterona potencia conductas dominantes en personas de mayor estatus (y de mayor edad), pero potencia conductas de sumisión en personas de menor estatus (y de menor edad).

Sí, la testosterona también nos vuelve sumisos.

Lo anterior echa por tierra cualquier dogma biologicista de que la testosterona es la causa inmediata de que los hombres sean agresivos, dominantes o insensibles, o de que nos gusten las motos, los autos de lujo, las películas de terror, las armas, el color azul, la ciencia dura, el fútbol, la cerveza o el acoso sexual.

La evidencia científica es muy clara: la testosterona no es un “factor fundamental” (como planteó Soh) ni juega un “papel importantísimo” (como afirmó Kreimer) en la explicación de por qué los hombres somos más agresivos. Puede que teóricamente la testosterona se incluya como una variable o que, bajo ciertas condiciones, se diga que ella causa agresividad (como los estudios previos), pero en la generación de conductas agresivas, el entorno cultural es determinante.

Hoy podemos hallar diversos artículos divulgativos que cuestionan el dogma de que la testosterona causa agresividad (Burriss, 2017; Gutmann, 2020; Mims, 2007; Zak, 2010). Y es que, más importante que cualquier hormona, el entorno es clave al preestablecer el tipo de conducta que habremos de realizar si queremos mantener nuestro estatus. Por ello, actualmente se destaca la influencia de dicho rasgo cultural.

Incluso un metaanálisis publicado en la revista Hormones and Behavior halló un vínculo positivo, aunque débil, entre testosterona y agresividad (Geniole et al., 2020). Por ello, si queremos resolver el problema de la agresividad y la violencia, debemos atender no a las hormonas sino a la crianza y a los contextos socioculturales. Esto es algo que el propio Sapolsky destacó hace ya buen tiempo:

[A] medida que intentamos comprender y luchar con esta característica de nuestra sociabilidad, es fundamental recordar los límites de la biología. La testosterona nunca nos va a decir mucho sobre el adolescente de los suburbios que, en su club de ajedrez luego de la escuela, ha desarrollado un estilo particularmente agresivo con sus alfiles. Y ciertamente no nos va a decir mucho sobre el adolescente que, en algún infierno del centro de la ciudad, se ha dedicado a asaltar gente. “Testosterona es igual a agresión” es inadecuado para aquellos que ofrecerían una solución simple al hombre violento: simplemente disminuir los niveles de esos molestos esteroides. Y “testosterona es igual a agresión” es ciertamente inadecuado para aquellos que ofrecen una simple excusa: boys will be boys y ciertas cosas en la naturaleza son inevitables. La violencia es más compleja que una sola hormona. Esto es endocrinología para el liberal más reacio: nuestra biología conductual generalmente no tiene sentido fuera del contexto de los factores sociales y el entorno en el que ocurre. (Sapolsky, 1997, p. 158)

Aquellas palabras sintetizan bien cuál es el problema con la testosterona.

No, la testosterona tampoco causa el acoso sexual

Siendo una forma de agresividad, es posible sospechar que la testosterona sea causa del acoso sexual. Más aún, algunos piensan que ello es resultado de la evolución: los famosos Principios de Bateman que sindican a las hembras como pasivas y a los machos como activos. “¡No habría evolución sin machos acosadores!” dicen algunos en redes.

Aunque dicha regla se cumpla en buena parte del reino animal (no sin críticas), ¿se cumplirá de igual forma en seres humanos? De forma más específica, y dicho en otras palabras, ¿será cierto que la testosterona nos hace acosadores?

Desde una perspectiva biologicista desinformada, podría decirse que sí: al incrementar el deseo sexual, la testosterona aumenta el acoso y otras formas de violencia. Si observamos otras especies, veremos que los machos suelen acosar a las hembras para reproducirse. Todo suena muy biológico y natural, ¿cierto?

No obstante, ¿qué dice realmente la evidencia científica?

En un metaanálisis publicado en la revista Sexual Abuse, Jennifer Wong y Jason Gravel (2016) revisaron 7 estudios sobre el vínculo entre testosterona y acoso sexual que incluían un total de 325 individuos. Tras analizar los datos, los autores concluyeron que, aunque a nivel individual hay acosadores con más y menos testosterona, no hay diferencia a nivel grupal: “Este estudio no halla evidencia de que los acosadores sexuales convictos en su conjunto difieran en sus niveles de referencia de T [testosterona] de los delincuentes no sexuales” (Wong & Gravel, 2016, p. 159).

Asimismo, en un estudio publicado en la revista Sexual Medicine, Andreas Chatzittofis y colegas (2020) señalaron que los hombres con desorden hipersexual no presentan niveles de testosterona significativamente distintos de otros grupos de varones: “En este estudio, hallamos que los pacientes varones con DH [desorden hipersexual] no tenían una diferencia significativa en niveles de testosterona en plasma en comparación a voluntarios sanos” (Chatzittofis et al., 2020, p. 247).

En resumen, como puede observarse, los acosadores sexuales no poseen mayores niveles de testosterona que los individuos no-acosadores. Por lo tanto, la testosterona no es la causa del acoso sexual.

Conclusión

Si los estudios con primates realizados por Sapolsky (1997) confirman que el entorno es clave para comprender el vínculo testosterona-agresividad, los experimentos realizados con una especie realmente cultural, como el ser humano, no hacen más que confirmar que lo decisivo no está en las hormonas sino en el entorno.

En nuestra especie, el impacto de las inequidades y roles de género hace que la influencia del entorno sea aún mayor (Jordan-Young & Karkazis, 2019; Roney, 2021; Van Anders et al., 2015). Ello ocurre a diferencia de los primates, los cuales no necesariamente son especies culturales (Henrich & Tennie, 2017).

Para el psiquiatra Craig F. Ferris (2006), “la relación entre testosterona y agresión en los machos humanos es mucho menos sólida que la que se muestra en otras especies de mamíferos” (p. 166). Por ello, es necesario no confundir los resultados de estudios realizados con animales con aquellos realizados en seres humanos.

Actualmente, el impacto de la cultura es admitido incluso por quienes sobreestiman los efectos de la testosterona en la conducta (Hooven, 2021; Mediavilla, 2022; Roney, 2021). No hay, pues, razón alguna para seguir creyendo en el dogma de que la testosterona causa agresividad u otros males sociales.

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Sergio Morales Inga es antropólogo y egresado de la Maestría en Filosofía de la Ciencia, ambos por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, en Perú. Tiene publicaciones en revistas académicas de Perú, Colombia, Argentina, España y Reino Unido. Columnista de evolución humana, género y epistemología de las ciencias sociales en Ciencia del Sur. También realiza divulgación en evolución cultural a través del blog "Cultura y evolución".

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