nadie nace en un cuerpo equivocado
La tendencia a explicar las diferencias de género por las diferencias cerebrales fue bautizada como neurosexismo –uno de los lastres académicos más difíciles de erradicar (Imagen: Pixabay).
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Que la conducta de hombres y mujeres sea diferente es un hecho fácilmente demostrable: preferimos pasatiempos diferentes, elegimos carreras distintas, escogemos colores disímiles en ropa y juguetes, y hasta optamos por géneros diversos en películas y libros (Ellis et al., 2008).  A esto se le llama diferencias de género.

No obstante, si preguntamos qué causa tales brechas, las opiniones difieren: para algunos, son producidas por la cultura, la socialización y los roles de género, pero, para otros, son causadas por nuestra biología.

Según esta perspectiva, nuestra anatomía crea las diferencias conductuales entre hombres y mujeres. Un conjunto importante de académicos, políticos, divulgadores y youtubers considera que nuestra biología moldea nuestras acciones y explica por qué hombres y mujeres actuamos de manera diferente. Sin embargo, ¿qué tan cierto es esto? ¿Realmente los hombres prefieren las películas de acción y las mujeres eligen las comedias románticas por culpa de su anatomía?

¿Qué es el dimorfismo sexual?

En el estudio de las diferencias entre hembras y machos hay un concepto central: dimorfismo sexual. ¿De qué trata? El dimorfismo sexual refiere a aquella “diferencia sistemática de tamaño y forma entre los miembros hembra y macho de una misma especie” (Nikitovic, 2018, p. 1). En palabras simples, dicho concepto reúne y sistematiza las diferencias anatómicas que existen entre los individuos macho y hembra de una misma especie.

Si los machos y hembras de una especie presentan dos formas distintas (dimorfismo significa dos formas), se le denomina especie dimórfica. Caso contrario, si son idénticos, se le llama especie monomórfica (Mesnick y Ralls, 2018). Aunque el dimorfismo sexual incluya las diferencias en rasgos sexuales primarios (como los órganos sexuales), usualmente refiere a los rasgos sexuales secundarios que emergen en el período de maduración (Nikitovic, 2018).

Lo anterior implica reconocer que hay machos y hembras de una especie que son más dimórficos que otros. Por ejemplo, las diferencias anatómicas entre un león y una leona son menores que las diferencias entre un gorila y una gorila, entre un pato mandarín y una pata mandarín, o entre un pavo real macho y un pavo real hembra. Considerando estos niveles de diferenciación ha sido posible estimar cuantitativamente el dimorfismo sexual.

¿De dónde vienen tales diferencias? Para el antropólogo J. Michael Plavcan (2012), el dimorfismo sexual “no es un rasgo único, no se expresa uniformemente entre especies y no se debe a una sola causa” (p. 46). Aunque haya muchos factores en juego, un fuerte consenso indica que tales diferencias son causadas por la selección sexual –es decir, por las preferencias de apareamiento de las hembras.

Para poder reproducirse, los machos compiten entre sí y quienes se imponen podrán transmitir sus genes y, con ello, sus rasgos anatómicos. En la literatura científica está establecido que el dimorfismo sexual entre machos y hembras resulta principalmente de la competencia por la reproducción (Fairbairn, Blanckenhorn y Székely, 2007). Esto además explica por qué el dimorfismo usualmente se manifiesta en los machos.

Dimorfismo sexual en la especie humana

La selección sexual establece la mayor parte del dimorfismo sexual, sin embargo, ¿qué ocurre con nosotros, los seres humanos? El dimorfismo sexual humano (en adelante, DSH) es un tópico polémico pues consiste en establecer cuántas diferencias existen entre hombres y mujeres. El problema está en que tales diferencias no siempre son visibles ni exactas ni pueden ser atribuidas totalmente a la selección sexual.

Según Dejana Nikitovic (2018), los factores involucrados en el DSH “son complejos y probablemente implican la interacción entre numerosos factores evolutivos, de apareamiento, ambientales y culturales”. Si bien es posible hallar una cantidad importante de diferencias entre hombres y mujeres, la literatura científica es bastante clara en un punto especial: la especie humana no es altamente dimórfica, sino todo lo contrario.

Afirmar que los seres humanos somos muy dimórficos considerando únicamente las diferencias entre hombres y mujeres desvirtúa el concepto de dimorfismo. La única forma de saber cuán dimórficos somos es comparándonos con otras especies. Algunos estudios indican que el DSH es muy reducido, si lo comparamos, por ejemplo, al dimorfismo de los primates –nuestros parientes evolutivos más cercanos.

Según el antropólogo Clark Spencer Larsen (2003), el DSH es “relativamente limitado” pues ronda apenas el 15 %, mientras el dimorfismo de gorilas y orangutanes es de casi 50 %. Claramente hay una gran brecha. Esto explica por qué algunos han afirmado que la literatura sobre DSH “sugiere precaución al equiparar las causas del dimorfismo del tamaño humano con las observadas en primates no humanos, incluidos los chimpancés” (Plavcan, 2012, p. 62).

¿Y qué ocurre si nos comparamos con nuestros propios antepasados? Desde hace décadas se sabe que los hombres y mujeres prehistóricos fueron mucho más dimórficos que los hombres y mujeres actuales. Según algunos estudios, los homínidos Australopithecus (hace 7 millones de años) mostraron un elevado dimorfismo de entre 37 % y 55 % (Ruff, 2002). ¿Por qué en seres humanos el dimorfismo se redujo de 55 % a 15 %?

El dimorfismo sexual humano es un tópico polémico porque trata de establecer el número de diferencias entre hombres y mujeres. (Flickr)

La intervención de la cultura

Para David Frayer y Milfred Wolpoff (1985), la “reducción sistemática” del DSH es producto de una “convergencia en los requisitos de los roles masculinos y femeninos” (p. 462). En esta reducción la cultura fue crucial, pues “la capacidad de la cultura para anular las limitaciones biológicas y sustituir las soluciones conductuales hace que sea difícil aplicar muchos de los modelos de dimorfismo sexual derivados de la biología evolucionista no humana” (Frayer y Wolpoff, 1985, p. 41).

Es decir, las teorías que explican el dimorfismo sexual en animales no pueden emplearse directamente para estudiar el DSH.

Gracias a la intervención de la cultura, los humanos pasaron de un “nicho dimórfico” hacia un nicho “cada vez más monomórfico” (Frayer y Wolpoff, 1985, p. 41). Aunque las variables exactas son discutibles, está plenamente reconocido en la literatura que “los niveles de dimorfismo sexual se han reducido significativamente a lo largo de la evolución humana” (Nikitovic, 2018, p. 3). Es por la influencia de la cultura que el dimorfismo sexual animal y el DSH deben ser cuidadosamente diferenciados.

Aquí es importante reconocer que el dimorfismo sexual refiere a diferencias sistemáticas que resultan principalmente de la competencia por la reproducción. Es decir, son diferencias que cumplen una función reproductiva: mientras mayor sea la competencia de los machos por las hembras, mayor será el dimorfismo entre machos y hembras. Los gorilas son más musculosos que las gorilas porque su musculatura les ayuda a ganar las competencias para reproducirse.

En múltiples especies, el dimorfismo sexual es notorio pues, salvo mutaciones específicas, no hay patas mandarín con plumaje adornado, ni leonas con melena, ni gorilas musculosas, ni pavas reales con llamativas colas. En cambio, el DSH presenta mucho solapamiento: pese a que en promedio los hombres son más fuertes que las mujeres, también hay muchas mujeres más fuertes que muchos hombres.

En primates, el dimorfismo sexual en fuerza o resistencia no resulta únicamente de la selección sexual, sino de factores como la dieta, la divergencia de nichos o hasta la ubicación geográfica (Plavcan, 2001; Ruff, 2002). En seres humanos, dado que somos primates, ocurre lo mismo. Si de talla hablamos, es probable que la mayoría de mujeres de los Países Bajos o Letonia sean más altas que la mayoría de hombres de Yemen o Nepal. El DSH no sigue un patrón universal.

A ello se suma que los rasgos dimórficos del hombre (mayor fuerza, resistencia o densidad ósea) carecen de función reproductiva. Un reciente estudio mostró que, al momento de elegir pareja, las mujeres enfatizan en el estatus socioeconómico (Walter, Conroy-Beam, Buss, 2020). Es decir, las hembras humanas no eligen pareja según factores biológicos, sino factores culturales. Esto permite cuestionar si los humanos somos realmente una especie dimórfica.

El dimorfismo sexual explica por qué machos y hembras actúan de forma distinta. No obstante, en seres humanos, la cosa cambia. Buena evidencia indica que los roles de género (presentes en muchas sociedades) pueden haber reducido el DSH en ciertos rasgos anatómicos y haberlo aumentado en otros (Freyer y Wolpoff, 1985; Plavcan, 2012). Esto permite concluir que somos una especie más culturalmente dimórfica, que biológicamente dimórfica.

El dimorfismo sexual no es un rasgo único y no se debe a una sola causa. Aquí un león macho y una hembra. (Max Pixel)

¿Y el cerebro?

Uno podría decir que, así como entre hombres y mujeres hay diferencias del cuello para abajo, también las hay del cuello para arriba. ¡Eureka! ¡Nuestros cerebros son diferentes y si lo niegas, es porque crees que la evolución solo llega hasta el cuello! Sin embargo, la evidencia que describe los ritmos de la evolución no es tan obvia. Atribuir las diferencias de género al cerebro implica aceptar que los cerebros de hombres y mujeres son diferentes. ¿Será cierto esto?

En el siglo pasado, muchos científicos postularon que los cerebros de hombres y mujeres eran notoriamente distintos. No obstante, para otros académicos, aunque podamos identificar algunas diferencias en los cerebros de hombres y mujeres, concebirlos como opuestos constituía un mito que merecía ser desterrado (Janowsky, 1989; Hofman y Swaab, 1991). Con el tiempo, otros estudios cuestionaron que el cerebro humano fuera sexualmente dimórfico.

Para la neurocientífica Daphna Joel (2011), los cerebros de hombres y mujeres no son dimórficos, sino, por el contrario, son “multimórficos”. En palabras de la propia Joel (2011), «los cerebros humanos están compuestos de un mosaico heterogéneo y muy cambiante de características neurológicas ‘masculinas’ y ‘femeninas’ (en lugar de ser totalmente ‘masculino’ o totalmente ‘femenino’)» (p. 1).

Cuatro años después, Joel y colegas (2015) reiteraron que los cerebros de hombres y mujeres presentan más rasgos comunes que diferentes, pues “la variabilidad sustancial es más prevalente que la consistencia interna” (p. 2). Claramente se trata de una visión que “socava la visión dimórfica del cerebro y la conducta humana” (Joel et al., 2015, p. 5) –una que todavía es famosa en ciertos rincones de la comunidad científica y YouTube.

Por el tono de sus afirmaciones, el estudio recibió muchas críticas. Los opositores sostuvieron que, si aplicamos otros métodos, los cerebros de hombres y mujeres pueden ser diferenciados con una precisión estadística mayor al 90 % (Schmitt, 2015; Chekroud, Ward, Rosenberg y Holmes, 2016; Del Giudice et al., 2016; Glezerman, 2016; Rosenblatt, 2016). Estas críticas también coincidieron en que la definición de “consistencia interna” dada por Joel y colegas (2015) era problemática.

No obstante, Joel y colegas respondieron las críticas (Joel y Tarrasch, 2014; Joel, Hänggi y Pool, 2016; Joel, Persico, Hänggi, Pool y Berman, 2016; Joel et al., 2018; Joel y Vikhanski, 2019). Esto permitió centrar el verdadero debate: no si hay diferencias entre los cerebros de hombres y mujeres (porque sí las hay), sino si tales diferencias conforman dos tipos distintos de cerebros, uno masculino y otro femenino. Es decir, si nuestros cerebros son sexualmente dimórficos.

Aunque los órganos sexuales de hombres y mujeres son marcadamente distintos, nuestros cerebros no lo son. De hecho, los científicos no han hallado diferencias importantes entre los cerebros de hombres y mujeres en casi un siglo (Berkowitz, 2020). Al contrario, la tendencia a explicar las diferencias de género mediante las diferencias cerebrales ha sido bautizada como neurosexismo –uno de los lastres académicos más difíciles de erradicar (Eliot, 2019).

Recientemente, sin negar que hay ciertas diferencias cerebrales entre hombres y mujeres, tres estudios apoyan la tesis de que nuestros cerebros no son sexualmente dimórficos.

El primero aplicó técnicas de neuroimagen en 9.620 personas (entre 17 y 78 años) y sostuvo que el cerebro humano se comprende mejor como un “continuo masculino-femenino” (Zhang et al., 2021). Según los autores, “era poco probable que la arquitectura funcional del cerebro se conceptualizara como binaria, como es el caso del sexo biológico, pero era más probable que estuviera representada continuamente en un espectro de género cerebral” (Zhang et al., 2021, p. 11).

El segundo revisó múltiples investigaciones sobre diferencias cerebrales y sostuvo que “el cerebro humano no es sexualmente dimórfico” (Eliot, Ahmed, Khan y Patel, 2021). Para los autores, no hay justificación para hablar de dimorfismo cerebral, pues “los cerebros de hombres y mujeres no son dimórficos […] sino monomórficos, como los riñones, el corazón y los pulmones, que pueden ser trasplantados entre mujeres y hombres con gran éxito” (Eliot et al., 2021).

Finalmente, el tercero sostuvo que nuestros cerebros son mosaicos compuestos de rasgos masculinos y femeninos (Joel, 2021). En esta revisión, Joel (2021) reafirmó la tesis del cerebro mosaico, volvió a responder las críticas y defendió la importancia de un “marco no-binario” para entender el funcionamiento cerebral, pues el marco binario “no es apropiado para comprender los efectos sexuales en el cerebro o incluso en el sexo mismo” (Joel, 2021).

Dichos estudios muestran que la evolución sí llegó hasta el cuello, pero no para hacer que los cerebros de hombres y mujeres sean radicalmente distintos (como algunos pretenden), sino radicalmente parecidos. Lo mismo ocurre en nuestra psicología. La hipótesis de las semejanzas de género, formulada por la psicóloga Janet Shibley Hyde (2005), postula que “los hombres y las mujeres son similares en la mayoría de variables psicológicas, aunque no en todas” (p. 581).

La especie humana no es altamente dimórfica, sino todo lo contrario, según los trabajos de investigación. (PxFuel)

¿Pequeños cambios hacen grandes diferencias?

La literatura académica sobre DSH es concluyente: biológicamente hablando, hombres y mujeres somos más parecidos que diferentes (esto incluye al cerebro). No obstante, dado que ningún científico ha negado la existencia de ciertas diferencias cerebrales, uno podría tomar el lema de pequeños cambios hacen grandes diferencias y decir que tales pequeñas diferencias explican las grandes diferencias en nuestra conducta. ¿Qué tan adecuado sería?

Para resolver este dilema necesitamos no cualquier estudio que, con una muestra acotada, diga que las diferencias cerebrales impactan o influyen en la conducta (aquí cabe destacar que hablamos de diferencias promedio en un país o región, y no de diferencias individuales). No necesitamos un estudio empírico, sino uno teórico: necesitamos uno que revise diversas investigaciones y formule una conclusión general.

Si se trata de diferencias entre hombres y mujeres, hay múltiples estudios teóricos. De hecho, la mayoría de investigaciones que postulan la existencia de diferencias cerebrales y conductuales entre hombres y mujeres son teóricas: revisiones de literatura, metaanálisis o revisiones sistemáticas. Incluso podemos hallar densos libros de casi mil páginas que sintetizan diferencias de todo tipo entre hombres y mujeres (Ellis et al., 2008).

Sin embargo, tales estudios no responden la pregunta, pues el debate no trata sobre la existencia de diferencias cerebrales entre hombres y mujeres, sino sobre si tales pueden explicar causalmente las diferencias conductuales. Por suerte, recientemente se han publicado dos estudios que abordan este tema: el primero publicado por el neurogenetista Kevin Mitchell (2019) y el segundo publicado por la neurocientífica Melissa Hines (2020).

Aunque ambos reconocen las diferencias cerebrales, no afirman que tales puedan explicar las diferencias conductuales. Según Mitchell (2019), “en ausencia de un vínculo causal entre las diferencias observadas en la estructura del cerebro y las de la conducta, tales afirmaciones son puramente especulativas. Como tales, son inferencias infundadas de que existen vínculos estrechos entre el tamaño de las partes del cerebro y el desempeño de conductas humanas complejas” (Mitchell, 2019).

Asimismo, para Hines (2020), las diferencias cerebrales pueden hacernos creer que las diferencias conductuales son innatas, no obstante, “esta perspectiva refleja un malentendido”.

Aunque ciertas regiones subcorticales se vinculen a la orientación sexual y la identidad de género, “ninguna otra diferencia sexual en la estructura cerebral se ha relacionado con conductas humanas o características psicológicas que muestren diferencias sexuales fiables y sólidas” (Hines, 2020, p. 41).

Este tipo de conclusiones también están presentes en estudios que defienden la existencia de diferencias cerebrales, pues reconocer tales diferencias no implica aceptarlas como la causa de la conducta disímil de hombres y mujeres. De hecho, afirmar que hombres y mujeres actúan de manera distinta porque poseen cerebros distintos sería un claro ejemplo de determinismo biológico o neurológico.

En lo que constituye el estudio neurológico realizado con la mayor cantidad de personas (n = 5216), Stuart Ritchie y colegas (2018) reportaron múltiples diferencias cerebrales (en volumen, grosor cortical y conectividad funcional) entre 2466 hombres y 2750 mujeres de entre 44 y 77 años. No obstante, pese a la evidencia, Richie y colegas (2018) afirmaron que sus “resultados descriptivos no hablan directamente de ningún mecanismo causal” (p. 2970).

En otras palabras, reconocer la existencia de diferencias no nos dice nada sobre su origen ni su función.

Conclusión

De momento, la evidencia científica es clara: las diferencias biológicas entre hombres y mujeres no causan las diferencias en su conducta. Los rasgos de nuestra anatomía no determinan nuestras preferencias, competencias, desempeños o elecciones.

En resumen, ni el cuerpo ni el cerebro explican ni determinan las diferencias de género. La conducta de hombres y mujeres no depende de nuestra biología, sino del entorno cultural en el que vivimos (Morales, 2020).

Pavo real macho y una hembra. Hay machos y hembras de una especie que son más dimórficos que otros. (WikiCommons)

Referencias

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-Del Giudice, M., Lippa, R., Puts, D., Bailey, D., Bailey, M. y Schmitt, D. (2016). Joel et al.’s method systematically fails to detect large, consistent sex differencesProceedings of the National Academy of Sciences, 113(14): e1965.

-Eliot, L. (2019). Bad science and the unisex brain. Nature, 566, 453-454.

-Eliot, L., Ahmed, A., Khan, H. y Patel, J. (2021). Dump the “dimorphism”: Comprehensive synthesis of human brain studies reveals few male-female differences beyond size. Neuroscience & Biobehavioral Reviews, 125, 667-697.

-Ellis, L., et al. (2008). Sex differences. Summarizing more than a century of scientific research. USA: Taylor & Francis Group.

-Fairbairn, D., Blanckenhorn, W. y Székely, T. (Eds.). (2007). Sex, size, and gender roles. Evolutionary studies of sexual size dimorphism. NY: Oxford University Press.

-Frayer, D. y Wolpoff, M. (1985). Sexual dimorphism. Annual Review of Anthropology, 14, 429-73.

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-Hines, M. (2020). Neuroscience and sex/gender: Looking back and forward. Journal of Neuroscience, 40(1): 37-43.

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-Hyde, J. (2005). The gender similarities hypothesis. American Psychologist60(6): 581-592.

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-Joel, D., Persico, A., Hänggi, J., Pool, J. y Berman, Z. (2016). Reply to Del Giudice et al., Chekroud et al., and Rosenblatt: Do brains of females and males belong to two distinct populations? Proceedings of the National Academy of Sciences, 113(14): e1969-e1970.

-Joel, D., Hänggi, J. y Pool, J. (2016). Reply to Glezerman: Why differences between brains of females and brains of males do not «add up» to create two types of brains. Proceedings of the National Academy of Sciences, 113(14): e1972.

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-Mitchell, K. (2019). Sex on the brain. AEON.

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-Nikitovic, D. (2018). Sexual dimorphism (humans), en W. Trevathan (ed.), The International Encyclopedia of Biological Anthropology (pp. 1-4). USA: Wiley. Plavcan, J. (2001). Sexual dimorphism in primate evolution. Yearbook of Physical Anthropology, 44, 25-53.

-Plavcan, J. (2012). Sexual size dimorphism, canine dimorphism, and male-male competition in primates: Where do humans fit in? Human Nature, 23, 45-67.

-Ritchie, S., et al. (2018). Sex differences in the adult human brain: Evidence from 5216 UK Biobank participants. Cerebral Cortex, 28, 2959-2975.

-Rosenblatt, J. (2016). Multivariate revisit to “Sex beyond the genitalia”Proceedings of the National Academy of Sciences113(14): e1966-e1967.

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-Schmitt, D. (2015). Statistical abracadabra: Making sex differences disappear. Psychology Today.

-Walter, K., Conroy-Beam, D., Buss, D., et al. (2020). Sex differences in mate preferences across 45 countries: A large-scale replication. Psychological Science31(4): 408-423.

-Zhang, Y., et al. (2021). The human brain is best described as being on a female/male continuum: Evidence from a neuroimaging connectivity study. Cerebral Cortex, 31(6): 3021-3033.

 

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Sergio Morales Inga es antropólogo y egresado de la Maestría en Filosofía de la Ciencia, ambos por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, en Perú. Tiene publicaciones en revistas académicas de Perú, Colombia, Argentina, España y Reino Unido. Columnista de evolución humana, género y epistemología de las ciencias sociales en Ciencia del Sur. También realiza divulgación en evolución cultural a través del blog "Cultura y evolución".

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6 COMENTARIOS

  1. ¿Es una broma, no? Sergio Morales inicia su crítica con puros ad hominem de libro, desde descalificar con el manido «teoría de la conspiración» hasta que decir que el sexo es binario es «conservador religioso». Es divertido que cuando se miran las fuentes que proporciona Sergio, la mayoría hablan de encontrar diferencias en áreas del cerebro entre «trans y cis», pero ninguno de los estudios que cita demuestra claras diferencias anatómicas o genéticas. La intersexualidad no es una condición «trans» por disforia de género rápido, es una anomalía genética. Luego los ejemplos que toma de la enciclopedia de biología de especies como el pez payaso (clásico entre el lobby queer) porque pueden cambiar a voluntad de sexo, no tiene nada que ver con que sus cerebros posean disforia de género.
    Hay otro montón de inconsistencias como comparar el libro de psicólogos con los panfletos de Laje y Márquez. La única crítica que vi hacía Laje y su compañero es que usaban fuentes parodias (que corrigieron en su segunda edición) y lo de si es válido vincular el lobby LGBT con el «marxismo cultural». Pero el otro libro de los psicólogos no habla nada de eso, sino de que la ideología queer sí que tiene mucho ver con el posmodernismo. Y lo más triste es que Sergio se desgarra las vestiduras en denunciar el posmodernismo pero bien que se la cuelan en el movimiento queer.
    Y de la homeopatía mejor no hablamos, porque cada que veo un artículo de Sergio está obsesionado con mencionarla. Supongo que un grupo de médicos y estadistas tiene más credibilidad que un antropólogo, y curiosamente los estudios de homeopatía suelen ser de mejor calidad que los de «estudios trans»: https://www.nature.com/articles/s41390-022-02127-3

    • Cactus, me ha costado leer tu comentario, pero aquí va mi respuesta:
      1) Es evidente que el libro maneja una retórica conspirativa (se consigna en la crítica).
      2) También maneja una concepción conservadora del sexo (se cita evidencia).
      3) No has entendido la parte donde se habla de intersexualidad.
      4) Errasti y Pérez nunca explican por qué la teoría queer tiene que ver con el posmodernismo. ¿Tú sabes por qué? Explícanos citando a los autores mencionados.
      5) Sobre el artículo de homeopatía, te recomiendo revisar estos tuits donde se exponen sus debilidades metodológicas: https://twitter.com/AmandaRossWhite/status/1537832843296096257. Basta con decir que uno de los autores es parapsicólogo. Parece chiste, pero es anécdota.

      Servido

      • Entrometiéndome un poco, he leído con detenimiento el hilo de la señora Amanda Ross White, como no tengo Twitter se puede leer igual en Nitter:
        https://nitter.net/AmandaRossWhite/status/1537832843296096257#m

        La señora Ross presume de tener más de 50 publicaciones sobre revisiones sistemáticas e investigar sobre revistas depredadoras. Sostiene que la revisión en Nature Pediatrics le parece dudosa porque en flow diagram no todos los estudios provienen del Pubmed sino de una base de datos interna y que no hay un claro criterio de inclusión/exclusión comparativo con Pubmed porque lo habría «sesgo positivo de publicación». Después de eso pretende mostrar que los ensayos son de revistas depredadoras colocando el hashtag #predatoryjournals, aunque en la misma línea admite que cuatro de los ensayos incluidos provienen de revistas legítimas, 1 de una revista dudosa y el otro de una tesis. Su veredicto es que «está lejos de ser de lo peor que haya visto, pero posee importantes sesgos y eso que sólo es la estrategia de búsqueda».

        Vayamos por puntos señor Sergio.

        1. La acusación de la señora Ross no tiene sentido, ya que como paradójicamente ella lo dice, ninguno de los 6 ensayos incluidos se haya publicado en una revista depredadora. Lo de que uno de los ensayos le parece, por el lugar de publicación, «dudoso» no lo discute ni muestra razones. La tesis es evidente que no aparece en Pubmed, ¡ninguna tesis lo hace! De todos modos, todos los artículos que fueron citados se pueden encontrar en bases de datos como Google Scholar, que es legítima. El problema hubiera sido que solamente hubieran usado una base de datos. Incluso usted se hubiera informado un poquito buscando el registro del protocolo, ahí mencionan las bases de datos usadas incluyendo Medline (que es Pubmed). https://www.crd.york.ac.uk/prospero/display_record.php?RecordID=15812

        2. Como ve, el meteanálisis de Nature Pediatrics en ningún caso usa una «base de datos interna». Nunca está prohibido usar una base de datos interna, siempre que se explicite que se hace.

        3. Su afirmación de que «basta con decir que uno de los autores es parapsicólogo. Parece chiste, pero es anécdota», es una típica falacia ad hominem. Si bien es cierto que Walach es parapsicólogo, su formación es psicólogo, en epistemología y bioestadística. De hecho, el número de publicación de Walach es mucho mayor y mejores revistas que las de la señora Ross. Además, está demostrado que en general las investigaciones en parapsicología suelen ser de mejor calidad que las de psicología. https://pubmed.ncbi.nlm.nih.gov/29792448/

        4. Quiero comentar algo más, casualmente hace unos días el metaanálisis de Nature Pediatrics fue retractado con alegaciones un tanto dudosas https://pubmed.ncbi.nlm.nih.gov/35701608/, y no me sorprende ya que en estos últimos años grupos de supuestos «escépticos» que usted apoya, se han dedicado a buscar hasta el «átomo» de error más pequeño en artículos favorables de homeopatía específicamente publicados en revistas con medio a alto factor de impacto porque creen «los resultados no pueden ser posibles», y torturan las estadísticas hasta hacer los resultados no significativos y la retractación muchas veces tiene poco que ver con errores metodológicos. Sin embargo, aquí hay algo bastante curioso don Sergio, en su comunidad «escéptica» hay dos vertientes unos que apoyan los estudios experimentales trans y otros que no lo hacen y los consideran pseudociencia. Pero hasta ahora todavía no he visto que la facción «antitrans» haya hecho análisis «atómicos» de los estudios experimentales trans incluso cuando estos muestran importantes fallos metodológicos, falta de replicación y en el caso de la hormonación trans efectos compatibles con el de la sugestión. https://www.nature.com/articles/s41562-023-01605-w Seguramente la facción «antitrans» y anti-homeopatía tarde o temprano intentarán tirar los estudios que usted y otros cita.

        5. Otros aspectos que quiero comentar es que recuerdo muy bien que usted colaboró en la extinta revista «Scientia in verba magazine», conservé un artículo suyo supuestamente tratando de desmontar la homeopatía y otras, aunque ahí admitió que las revistas de Medicina Alternativa o Complementaria eran reputadas. ¿No le parece que esto discrepa mucho de la percepción que tiene la mayoría de activistas anti homeopatía? Aunque eso sí, quiero comentar, la revista Scientia desaperición por un caso de plagio que documente de un artículo contra la homeopatía. El señor Sergio Barreda nunca pudo explicarlo. ¿No le parece extraño que sólo los artículos a favor de la homeopatía sean retractados por grupos casualmente del activismo «escéptico», pero nunca intentan retractar aquellos artículos con indicios de fraude, cherry picking y copy paste como los de Edzard Ernst?

        De hecho, he notado que en varios de sus artículos la retórica que usted maneja es asociar homeopatía con grupos antivacunas, negacionistas del cambio climático, contra los transgénicos y asociados a la derecha conservadora. Sin embargo, sucede que es al revés, que varios de los grupos de activistas escépticos de hecho se asocian a la derecha conservadora y los grandes monopolios ¿no le parece que los artículos de homeopatía favorables se parecen mucho a lo del caso Séralini? Aquí viene una discusión que empieza y debería tomar relevancia https://enveurope.springeropen.com/counter/pdf/10.1186/s12302-023-00787-4.pdf

        Por eso, no es extraño que hay paralelismos entre Bayer Monsanto y cierta investigación transgénero. Hace algunos años grupos de activistas anti homeopatía orquestaron cierres de hospitales homeopáticos en Inglaterra, ahora parte de esa facción hace los suyo cerrando clínicas trans. https://www.bbc.com/news/uk-65564032 Otra cosa interesante, es que me parece haberlo visto a usted apoyando al difamador Critica Al Extremo, un sujeto que dicho se de paso me difamó a mí y que documenté varios acosos de él y algunos sujetos trans con lo que yo ni tenía relación ni los había critícado.

      • Supongo que mi comentario no fue aprobado por los enlaces. De todos modos, va de nuevo y resumido. El metaanálisis de Nature Pediatrics no se basó en una «base de datos privada» como asegura la señora Ross White, esto se puede ver en una de las referencias que el mismo metaanálisis menciona. La señora Ross asocia los 6 ensayos incluidos como «predatory journals» pero en su mismo hilo se contradice al admitir que cuatro provienen de revistas buenas y el quinto sólo le parece «dudoso». Obviamente, las tesis (que constituye un artículo) no aparece en una búsqueda en el Pubmed ya que ninguna tesis lo hace, aún así se toman en cuenta si son relevantes (se le llama literatura gris).

        Por otro lado, alegar que el estudio no vale porque uno de los coautores es un parapsicólogo, es ridículo y un ad hominem de manual. Walach, por si no lo sabías, años antes fue citado por los grupos «escépticos» porque en los noventa publicó algunos ensayos patogenésicos con resultados poco favorables a la homeopatía. Sin embargo, cuando publica resultados a favor los colectivos «escépticos» usan el ad hominem, ¿que conveniente, no crees? Walach es además de formación psicólogo y especialista en bioestadística y epistemología. Curiosamente, los artículos que le han retractado tienen que ver con temas que algunos consideran «fringe», no por fraude o manipulación de datos sino por presiones externas (como sucedió hace unos días con la retractación del metaanálisis en Nature Pediatrics por detalles poco claros), sin mediar una discusión (como se hace normalmente con carta al editor y respuesta de los autores).

        De todos modos, es evidente que desconoces la literatura en parapsicología experimental y que gracias a los y las parapsicólog@s se hicieron muchas mejoras en la llamada Medicina Basada en Pruebas. De no ser por ellos y ellas, no tendrías métodos para detectar el sesgo de publicación ya que la Parapsychological Association fue la primera en el mundo en estipular la regla de publicar todos los ensayos con pruebas a favor o en contra, cosa que todavía hace unas décadas á las grandes revistas como Science o Nature les valía un cacahuate, siendo que la PA ya lo tenía implementado desde los años 70s – 80s.

  2. La conclusion de este texto es erronea. La falta de evidencia o es evidencia de lo opuesto. Que no haya evidencia que pruebe la relacion causal entre dimorfismo y conducta no implica que la evidencia diga que no la hay. Un articulo muy tendencioso para estar en un portal de ciencias.

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