Margaret Mead demostró que existían diversas formas de ser hombre y mujer en distintas sociedades del planeta. (Wikicommons)
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En 2017, Google buscó incorporar mujeres a sus filas. Para optimizar la toma de decisiones, el ingeniero James Damore (2017) sostuvo en un memorando interno que “las diferencias en la distribución de rasgos entre hombres y mujeres pueden explicar, en parte, por qué no tenemos una representación del 50% de mujeres en tecnología” (p. 3).

Apelando a diferencias sexuales en inteligencia espacial, habilidad matemática, fluidez verbal y hasta manejo de estrés y ansiedad, Damore sostuvo que, en promedio, las mujeres prefieren actividades que implican socializar (people-oriented occupations), mientras los hombres aquellas que implican sistematizar (things-oriented occupations).

Para algunos, el “Memo Google” defendía posturas pseudocientíficas que afirmaban que las mujeres eran menos aptas que los hombres para labores científicas. La indignación fue tal que Google despidió a Damore por violar el código de conducta. Tras la polémica, diversos científicos revisaron el documento sin obtener consenso: para algunos era correcto y para otros estaba errado (Haidt, 2017).

Dada la polarización, las lecturas políticas no demoraron, pues dicho debate confrontó un conservadurismo pro diferencias sexuales innatas versus un progresismo que se las atribuía a la cultura.

En el interín, un concepto asumió la conducción: género. Por la publicación de libros y artículos y la realización de debates, lo dicho sobre género en los últimos 20 años ha sido más revelador que lo hecho en décadas anteriores. Desde luego, la pregunta “¿son diferentes hombres y mujeres?” no es solo un tema de gustos y preferencias, sino también de neuronas, hormonas y genes.

Como pasa con los tópicos incómodos, pese a la gran cantidad de investigaciones, hay confusión. Dicho esto, el presente artículo revisa algunos estudios realizados en psicología, antropología y neurociencia para brindar una definición básica del género, un concepto que tiene muchas aristas.

Género, identidad de género y roles de género

Extrapolado de la lingüística por el psicólogo John Money (1955), el término “género” se empleó para representar la no correspondencia entre conducta observable y sexo genital en personas transexuales. Dado que hablar de machos y hembras era insuficiente para comprender por qué algunas personas sentían haber nacido en el cuerpo equivocado, género refería a la masculinidad o feminidad experimentada independientemente del sexo.

Para el también psicólogo Robert Stoller (1984), “uno puede hablar de sexos macho o hembra, pero también puede hablar sobre masculinidad y feminidad sin necesariamente implicar la anatomía ni la fisiología” (p. 7). Es decir, “aquellos aspectos de la sexualidad llamados género están principalmente determinados por la cultura; […] son aprendidos” (Ibíd., p. 11).

Sin embargo, el tema no era sencillo. Para Stoller (1984), “si el primer hallazgo de este trabajo es que la identidad de género es principalmente aprendida, el segundo es que existen fuerzas biológicas que contribuyen a ello” (p. 11). Según Money (1988), género implica “nuestro estado personal, social y legal, masculino o femenino, o mixto, sobre la base de criterios somáticos y conductuales” (p. 201).

Mientras sexo resulta de procesos biológicos, género resulta de procesos socioculturales erigidos sobre el sexo. Hoy, en lo que parece un divorcio conceptual, la American Psychological Association (2015) considera que “[s]exo usualmente refiere a los aspectos biológicos de ser macho o hembra, mientras género implica a los aspectos psicológicos, conductuales, sociales y culturales de ser macho o hembra” (p. 450).

El concepto género no debe ser confundido con identidad de género o roles de género. Según Money (1988), son las dos caras de una moneda: “identidad de género es la experiencia privada del rol de género y rol de género es la manifestación pública de la identidad de género” (p. 201); es “todo lo que una persona dice y hace para indicar a los demás o a sí mismo el grado en que uno es hombre, mujer o andrógino” (Ibíd., p. 202).

Para la American Psychological Association (2015), identidad de género es “la propia autoidentificación como macho o hembra” (p. 450), mientras que roles de género son “los patrones de comportamiento, rasgos de personalidad y actitudes que definen la masculinidad o feminidad en una cultura específica” (Ibíd., p. 451).

Género supernumerario

La primera disciplina que destacó la trascendencia de la cultura fue la antropología. Apoyándose en evidencia antropológica, Money (1988) sostuvo que en diversas sociedades existían otros géneros, aparte de masculino y femenino (p. 9-11).

En efecto, a inicios y mediados del siglo XX, mediante extensos trabajos de campo (que podían durar años), diversos antropólogos establecieron que, si bien todas las sociedades reconocen la división entre machos y hembras, “los componentes típicos que se les asignan pueden variar muchísimo entre una sociedad y otra” (Martin y Voorhies, 1978, p. 11). Es decir, lo masculino y femenino varía culturalmente.

Aunque no exento de críticas ni ataques (Dresser, 2020), el más icónico de esos esfuerzos lo realizó Margaret Mead en Sex and Temperament in Three Primitive Societies (de 1935), donde demostró que existían diversas formas de ser hombre y mujer en distintas sociedades.

Esta diversidad —denominada género supernumerario— permitió diferenciar sexo físico o sexo fenotípico de sexo social o género. Al aceptar la variabilidad de género, se aceptó que “los rasgos de comportamiento que están correlacionados con el sexo son determinados predominantemente por la sociedad y solo secundariamente por la biología” (Martin y Voorhies, 1978, p. 18).

Uno de los trabajos más importantes lo realizó Will Roscoe en Changing Ones: Third and Fourth Genders in Native North America. Según Roscoe (1998), “[l]a evidencia de múltiples géneros en Norteamérica ofrece soporte a la teoría constructivista social, la cual afirma que los roles, sexualidades e identidades no son naturales, esenciales ni universales, sino construidos” (p. 5).

Dicho estudio, que incluye un glosario de categorías nativas de género (Ibíd., pp. 213-222), defiende una postura moderada, al afirmar que “«sexo» refiere específicamente a sexo anatómico o biológico, mientras «género» refiere a roles e identidades sociales culturalmente construidos en los que el sexo es un elemento definitorio cuya importancia (y definición) varía” (Ibíd., p. 17).

Denominados dos espíritus, ciertas sociedades nativas norteamericanas poseen diversas categorías de género: winkte (Lakota) y agokwa (Ojibwa) refieren a varones asumiendo roles femeninos, mientras hwame (Mojave) y ickoue (Sauk) refieren a mujeres asumiendo roles masculinos. Asimismo, nadleehi (Navajo) y tubas (Paiute del norte) refieren a terceros y cuartos géneros (Hollimon, 2015).

Categorías semejantes pueden hallarse en sociedades mesoamericanas, asiáticas, africanas, del Oriente Medio y andinas, donde el término quariwarmi representa un tercer género (Horswell, 2005). Para la biopsicóloga Dana Bevan (2015), más de 100 sociedades tienen hasta 3 categorías, mientras más de 50 poseen hasta 4 categorías (pp. 67-75).

Considerando que la investigación transcultural busca “cuestionar suposiciones sobre los estados y conductas normativas y desviadas” (Hollimon, 2015, p. 3), los múltiples géneros constituyen un hecho global innegable.

¿Una construcción cultural?

Desde los años 80, el concepto género se volvió “moneda corriente” (Lamas, 2013) en las ciencias sociales. La politización causada por el feminismo, la difusión de las filosofías de Michel Foucault y Judith Butler, así como la expansión del posestructuralismo, el posmodernismo y los cultural studies consolidaron los llamados estudios de género.

Gracias a esta tendencia el género fue masivamente considerado una construcción, sea en libros de la época —como Sexual Meanings: The Cultural Construction of Gender and Sexuality (por Sherry Ortner y Harriet Whitehead) o The Social Construction of Gender (por Judith Lorber y Susan Farrell)— o en posteriores definiciones:

  • Shapiro (1981): género refiere a “constructos sociales, culturales y psicológicos impuestos sobre las diferencias biológicas” (p. 449) que “no son reducibles a hechos biológicos y naturales o directamente derivadas de tales” (Ibíd.).
  • Nicholson (1994): “género se ha utilizado cada vez más para referirse a cualquier construcción social que tenga que ver con la distinción hombre/mujer, incluidas aquellas construcciones que separan los cuerpos «femeninos» de los cuerpos «masculinos»” (p. 79).
  • Cobo (1995): “la noción de género surge a partir de la idea de que lo «femenino» y lo «masculino» no son hechos naturales o biológicos, sino construcciones culturales” (p. 55).
  • Martín (2008): género es una “creación exclusivamente social” que refiere a “lo que las representaciones colectivas interpretaban como ser socialmente un hombre o una mujer” (p. 38); es “el conjunto de atributos que se asociarían a cada categoría biológica en una determinada cultura; en definitiva, la construcción cultural de lo masculino y lo femenino” (Ibíd.).
  • Rosales (2010): género es “la construcción sociocultural de la diferencia sexual” (p. 18). Como tal, “se refiere a la construcción sociocultural de la diferencia sexual; […] a una serie de ideas, valores, creencias y atributos que se inscriben en el cuerpo para darle contenido femenino o masculino” (Ibíd., p. 25).
  • Revilla (2013): género es “un constructo social que pretende dar cuenta de las formas de actuar de los seres humanos en su apoyo a una normatividad de índole binaria, acorde al sexo (hembra o macho) del individuo” (p. 10).

La finalidad del constructivismo de género fue refutar aquel determinismo biológico que “sin ninguna evidencia convincente, reduce las complejas interacciones sociales a simples causas biológicas” (Maquieira, 2008, p. 134).

Aunque la eugenesia y las clasificaciones raciales ya no existieran, otros discursos tomaron su lugar para afirmar que “el tribalismo, la actividad empresarial, la xenofobia, la dominación masculina y la estratificación social son dictados del genotipo humano tal y como ha sido modelado durante el curso de la evolución” (Ibíd., p. 132).

En este proceso, una disciplina fue protagonista. Según Aurelia Martín (2008), “[l]a necesidad de romper con las concepciones binarias constituye una importante labor deconstructiva de la antropología contemporánea” (p. 47).

Al demostrar que existen sociedades que no siempre dividen a su población entre hombres y mujeres (es decir, que poseen más de dos géneros), la antropología comprobó que “no existen cualidades innatas y universales aplicables a hombres y mujeres” (Ibíd., p. 68).

Asimismo, al constituirse como “ciencia fundamental” (Ibíd., p. 66) para entender las diversidades del género, la antropología también demostró que “la cultura es el marco que permite el análisis de la sexualidad humana” (Boscán, 2015, p. 55).

Para el constructivismo, sexo y género son diferentes e independientes. Lo primero no es novedad. La diferencia radica en lo segundo: para los constructivistas, la biología no importa en la determinación del género.

Pese al reduccionismo (Money, 1988, pp. 53-54), buena parte de estudios antropológicos oponen género a sexo y rechazan la biología (Morales, 2017). Según Antonio Boscán (2015), “[s]on muchos los antropólogos que asumen esta visión sesgada y restringida ante las investigaciones biológicas” (p. 61).

Esto permite sospechar que el constructivismo no consideró las fuentes originales, sino generó una distorsión que solidifica con el tiempo.

Afirmar que la antropología ha demostrado que la biología no influencia al género es discutible, pues nunca tuvo esa intención. Las etnografías de Mead y otros analizaron las categorías de género y descubrieron que existían más de dos.

Para comprobar que no hay elementos biológicos involucrados no basta con demostrar que la cultura influye; cabe demostrar que la biología no lo hace, y esto es algo que la antropología no verificó. Para Carol M. Worthman (1995), el auge del feminismo provocó un debate sobre el género basado en “un orden moral que excluye explícitamente lo biológico” (p. 594).

Considerando que la investigación transcultural busca “cuestionar suposiciones sobre los estados y conductas normativas y desviadas”, los múltiples géneros constituyen un hecho global innegable. (Pixabay)

Determinismos biológicos

El científico más citado por quienes creen que el género está determinado biológicamente es el psicólogo Simon Baron-Cohen. En la primera página de The Essential Difference: The Truth about the Male and Female Brain, Baron-Cohen (2003) afirmó que el cerebro femenino está “predominantemente cableado para la empatía”, mientras el masculino está “predominantemente cableado para comprender y construir sistemas”.

En promedio, dice Baron-Cohen, las mujeres empatizan en mayor medida que los hombres (cerebro “tipo E”), mientras los hombres se sistematizan en mayor grado que las mujeres (cerebro “tipo S”). Ambos procesos, empatizar y sistematizar, “dependen de conjuntos independientes de regiones en el cerebro humano. No son procesos místicos, sino que se basan en nuestra neurofisiología” (p. 6).

Otro científico también muy citado es Richard Lippa. En Gender, Nature, and Nurture, Lippa (2005) sostuvo que diversos metaanálisis han documentado diferencias sexuales en personalidad, conducta no verbal, preferencia laboral, actitud sexual, preferencia de pareja, rotación mental, agresividad, conducta moral, conformidad, persuasión, conducta grupal, etcétera.

Asimismo, aunque “pequeñas o insignificantes”, hay diferencias en ciertos rasgos de personalidad (consciencia, autoestima), habilidades cognitivas (inteligencia general, habilidad verbal general) y conductas sociales (autorevelación, resultados de negociación) (p. 44). No obstante, Lippa aclara que “[e]l mero hecho de que existan diferencias de sexo no necesariamente nos dice por qué existen” (Ibíd., p. 4).

Para Lippa, “[e]n su forma más extrema, las teorías constructivistas sociales interpretan el género como una ficción social, una quimera unida por tradiciones culturales, roles sociales y estereotipos de género” (Ibíd., p. 81). Sin embargo, dice Lippa (2010), “las diferencias de género que son estables en el tiempo y en distintas culturas sugieren la influencia de factores biológicos” (p. 1098).

En efecto, los deterministas suelen citar una gran cantidad de estudios —con más de un siglo de desarrollo— que encuentran diferencias sexuales en personalidad, habilidades cognitivas, intereses y hasta en cerebros.

Sin embargo, para el neurogenetista Kevin Mitchell (2020) el asunto no es tan sencillo. Si bien reconoce diferencias neurológicas y conductuales entre hombres y mujeres, Mitchell aclara que no hay causalidad entre ambas: las diferencias neurológicas no determinan las conductuales.

Afirmar que sí —continúa Mitchell— implicaría defender afirmaciones “puramente especulativas” basadas en “inferencias no respaldadas” sobre supuestos vínculos entre conducta y cerebro. Para el neurogenetista, “solo observar tales diferencias no prueba que estén motivadas por factores biológicos innatos”. ¿De dónde vienen, entonces, aquellas diferencias? “Realmente, no tenemos idea”, sentenció.

Aunque las correlaciones entre rasgos de personalidad y logro educativo o desempeño laboral “son débiles y el poder predictivo para los individuos es muy bajo” (Ibíd.), hay quienes postulan que, pese a la influencia cultural (que consideran débil, anecdótica o difícil de replicar), lo biológico prevalece en la determinación del género (Baron-Cohen, 2010).

Este determinismo biológico no niega la importancia de la cultura, sino que la somete a la biología: la cultura significa las diferencias sexuales convirtiéndolas en roles cuya aceptación depende de la biología, es decir, del sexo del individuo. Claro está, dicha propuesta maneja una concepción de cultura no del todo acertada (Morales, 2019).

La crítica neurofeminista al determinismo biológico

Pese a distorsiones, la tesis del cerebro mosaico de la neurocientífica Daphna Joel postula que los cerebros de hombres y mujeres contienen más rasgos comunes que diferentes. Aunque su estudio más conocido se publicó el año 2015, su planteamiento procede de un artículo publicado en el Frontiers in Integrative Neuroscience.

En dicho estudio, Joel (2011) criticó que las diferencias neurológicas produzcan diferencias conductuales, pues hombres y mujeres poseen cerebros “multimórficos”, es decir, compuestos de un mosaico heterogéneo y cambiante de características masculinas y femeninas, en lugar de características todas femeninas o todas masculinas.

Joel no niega las diferencias neurológicas entre sexos (que admite “bien documentadas”), sino discute “si el cerebro de un individuo es homogéneo o heterogéneo respecto al tipo «masculino/femenino» de sus diferentes características cerebrales” (pp. 1-2). Para la neurocientífica, la heterogeneidad cerebral es regla y no excepción: los cerebros de hombres y mujeres son “intersexuales”.

Joel tampoco niega que pueda predecirse el sexo de una persona promedio según su estructura cerebral, sino si podemos predecir la estructura cerebral de una persona según su sexo. En consecuencia, “[n]o hay «verdaderos» cerebros «masculinos» ni «femeninos» por descubrir. La verdadera naturaleza del cerebro es que su forma es muy variable” (Ibíd., p. 4).

Posteriormente, Joel y compañía (2015) reafirmaron la imposibilidad de hablar de dos cerebros distintos, pues “pese a la muestra, el tipo de MRI y el método de análisis, la variabilidad sustancial es más prevalente que la consistencia interna” (p. 2). Hay más cerebros mosaicos que cerebros consistentemente masculinos o femeninos; incluso considerando las estereotípicas conductas de género, “hay muy pocos individuos que consistentemente estén en el «extremo femenino» o «extremo masculino», pero sí muchos individuos que presentan ambas características” (Ibíd., 4).

Esta evidencia “socava la visión dimorfa del cerebro y el comportamiento humano, y exige un cambio en nuestra conceptualización de las relaciones entre sexo y cerebro” (Ibíd., p. 5).

Si bien dicho estudio fue muy criticado por otros que aseguraban poder distinguir cerebros masculinos y femeninos con alta precisión estadística (Schmitt, 2015; Chekroud, Ward, Rosenberg y Holmes, 2016; Del Giudice et al., 2016; Glezerman, 2016; Rosenblatt, 2016), también es cierto que Joel y compañía han respondido tales críticas (Joel y Tarrasch, 2014, Joel, Hänggi y Pool, 2016; Joel, Persico, Hänggi, Pool y Berman, 2016; Joel et al., 2018).

Por la naturaleza de sus aseveraciones, el estudio de Joel et al. sirvió de parachoque a una nueva crítica (neuro)feminista de las diferencias sexuales. Para este enfoque, los estudios que postulan diferencias neurocognitivas y conductuales innatas entre hombres y mujeres no resisten el escrutinio científico.

Deficiencias metodológicas y “neurobasura”

Refiriéndose a los estudios de Baron-Cohen, la psicóloga Cordelia Fine (Fine y Rippon, 2010), autora de Delusions of Gender y de Testosterone Rex, afirmó que “los resultados espurios, metodologías deficientes y supuestos no probados significan que todavía no sabemos si, en promedio, hombres y mujeres nacen con una predisposición diferente a sistematizar versus empatizar” (p. 948).

Asimismo, para la neurocientífica Gina Rippon (2017), autora de The Gendered Brain, existe una industria de “neurobasura” interesada en promocionar las diferencias entre hombres y mujeres, así como una “perspectiva determinista biológica” para la que las influencias culturales tendrían “poco o ningún efecto discernible en un individuo”.

Para Rippon (2018), aquel estudio de Baron-Cohen realizado con medio millón de personas “no prueba que hombres y mujeres piensen diferente”. De hecho, los tamaños del efecto (la medición de la cantidad de superposición entre los puntajes de hombres y mujeres; aquello que predice qué tan bien se desempeñará un individuo en ciertas tareas según su sexo) “son, en el mejor de los casos, moderados y, a menudo, pequeños” (Ibíd.).

Aparte de las hormonas o el cerebro, son los estereotipos, la socialización, la publicidad y la crianza lo que fundamentan las diferencias de género entre hombres y mujeres: “[u]n mundo de género produce un cerebro de género”, aseguró Rippon (2019).

Como tal, el neurofeminismo es una crítica al neurosexismo. Su objetivo es “reevaluar las limitaciones metodológicas y la producción de conocimiento dentro de las neurociencias” (Schmitz y Höppner, 2014, p. 1). Al emplear una perspectiva biocultural, el neurofeminismo ha generado “una agenda teórica y metodológica para revisar críticamente la producción de conocimiento neurocientífico sobre aspectos del sexo/género” (Ibíd., p. 5).

Su punto de partida “es la constatación de que la investigación de las diferencias entre cerebros masculinos y femeninos se basa en resultados falsos, de mala calidad, malas metodologías, supuestos no probados y conclusiones prematuras” (Reverter-Bañón, 2017, p. 100).

¿Habemus debate?

Según el neurobiólogo Larry Cahill (2014), Rippon y compañía son académicas “antidiferencias sexuales”. Para Cahill, es imposible explicar las diferencias neurocognitivas entre hombres y mujeres apelando solo a sus experiencias culturales. Estudios realizados en animales comprueban que los cerebros mamíferos están “llenos de influencias sexuales que la cultura humana no puede explicar”.

Si bien la neurología es sensible a la presión ambiental, “[e]l cerebro es plástico solo dentro de los límites establecidos por la biología”. La evolución —asegura Cahill— ha producido diferencias y semejanzas en cerebros de hombres y mujeres, por tanto, afirmar que no tienen sustento biológico “equivale a negar que la evolución se aplique al cerebro humano”.

En su respuesta, Fine, Joel, Jordan-Young, Kaiser y Rippon (2014) afirmaron que la crítica de Cahill expone malentendidos. Para Fine y colegas, el sexo genético y gonadal influencia el desarrollo y funcionamiento neurológico “en todos los niveles”. Asimismo, no están a favor ni en contra de las diferencias, pues “centrarse solo en similitudes o diferencias es engañoso”.

No obstante, para las científicas es necesario desarrollar un “nuevo marco para pensar la relación entre sexo, cerebro y género” capaz de considerar “las distribuciones, cambios, superposición, varianza y, sobre todo, el contexto”. Según Fine y compañía, el cerebro interactúa con distintos factores, por tanto, a diferencia de los genitales, “los cerebros no presentan formas masculinas o femeninas distintas ni fijas”.

Ante dicha respuesta, Cahill atinó a decir: “[n]ada en su respuesta socava nada de lo que escribí, así que mantengo mi artículo por completo” (Ibíd.).

Por este rincón del mundo, la filósofa Roxana Kreimer (2020) elaboró una crítica que, extrañamente, cita los estudios objetados por las neurofeministas: Baron-Cohen, Lippa o Hines. A ello se suma la flaqueza en la exposición de los argumentos contrarios.

De Fine, Kreimer mencionó 2 libros: tres veces Delusions of Gender (dos para decir que ahí se acuñó el término neurosexismo) y una vez Testosterone Rex. De Fausto-Sterling, citó un estudio de hace 20 años. De Joel, solo citó su estudio más conocido (del 2015) y las críticas que recibió, pero no incluyó las respuestas a tales críticas pese a ser su objeto de análisis (como se indica en el abstract).

Finalmente, Kreimer no citó a Jordan-Young ni a Kaiser ni a Rippon, una de las más prolíficas. Dado su limitado enfoque y pese a su rimbombante subtítulo, es improbable que el ensayo de Kreimer constituya una crítica seria al neurofeminismo.

¿Qué es, entonces, el género?

Para definir el género científicamente debemos vincularlo al sexo: el sexo es la parte biológica del género y este la parte cultural del sexo. Género implica una categorización de la conducta humana que, para la sociedad occidental, ocurre en dos grandes grupos: masculino y femenino. Para otras sociedades humanas (la amplia mayoría) las categorías son más diversas.

No obstante, hablar de género no solo implica hablar de categorías, sino también de las conductas que le sirven de sustrato. Dicho esto, podemos decir que el concepto género posee tres elementos: categorización, conducta observable y sexo biológico.

Distinta de aquella propuesta que considera al género una construcción cultural de la diferencia sexual (Lamas, 2013) y trata la biología como ente pasivo (Morales, 2017), el presente ensayo reconoce el carácter agencial del sexo biológico y define al género como la categorización cultural de la conducta sexual.

El género resulta de categorizar (en identidades y roles) un ente que actúa parcialmente bajo sus propias reglas: la conducta sexual. Al integrar un entorno compuesto de mecanismos de socialización y evolución cultural, el sexo biológico ejerce un rol activo en las conductas que sirven de sustrato al género.

Más que descontar la biología, se la incorpora para que contribuya a explicar las diferencias entre hombres y mujeres. Si para el constructivismo la biología es rival, para nosotros es cómplice.

Esta definición toma lo mejor del determinismo (la biología importa) y del neurofeminismo (la cultura es fundamental), generando también vínculos con disciplinas como neuroantropología y antropología evolucionista. Género es un concepto difícil, pero necesario.

Aunque cierto conservadurismo exija su rechazo de cualquier política pública, lo cierto es que constituye uno de los conceptos más importantes de las ciencias sociales, capaz de conjugar biología y cultura y derribar las creencias más rígidas. Por representar la propia diversidad humana, género es un concepto más antropológico que biológico o neurológico. Pero ustedes no están listos para esta conversación.

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Sergio Morales Inga es antropólogo y egresado de la Maestría en Filosofía de la Ciencia, ambos por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, en Perú. Tiene publicaciones en revistas académicas de Perú, Colombia, Argentina, España y Reino Unido. Columnista de evolución humana, género y epistemología de las ciencias sociales en Ciencia del Sur. También realiza divulgación en evolución cultural a través del blog "Cultura y evolución".

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9 COMENTARIOS

  1. Opino que el constructivismo social sólo es enemigo de la biología si se desea que lo sea. La derecha desea que lo sea y los críticos de las humanidades, con su defensa de lo útil y necesario, muchos de ellos, también lo desean, en tanto allí, en el constructivismo social, se crea el germen de la igualdad y de la equidad social, y se trabaja poco con el germen del fatalismo naturalista, o menos con el germen de la divina providencia.

    Pero para el constructivismo social, la biología no es necesariamente enemiga, aunque el determinismo biológico, como determinismo político y cultural, naturalizador de las injusticias sociales, si que lo es. Y no es para menos.

  2. Tanto que hablas en contra de Roxana Kreimer, por que no citaste el trabajo de Derek Freeman, que trabajo años en Samoa y desmonto el trabajo de Margaret Mead. El constructivismo social radical, también es naturalizador de injusticas sociales y genera nichos de intolerancia y dogmatismo. Basta ver la cultura de la cancelación. Tampoco mencionas el caso de David Reiemer, que todos los constructivistas sociales no pueden explicar. El libro de Judith Butler es vergonzoso sobre el caso.

    • Hola Carlos,
      Dos cosas puntuales:
      – El caso de Margaret Mead va mucho más allá que decir, de forma simplista, que Freeman desmontó a Mead. Hay mucho debate al respecto que daría para un artículo aparte.
      – El caso Reimer también es un tema aparte que, de hecho, corrobora la tesis de la naturaleza biológica de la orientación sexual, en lugar de refutarla (como sospecho que crees).

      • El caso de Reimer explica claramente que existen diferencias
        Un hombre ya nace con la predisposición a ser masculino , si un hombre es femenino es porque padece de disforia , problemas hormonales u genéticos
        Money le suministraba estrógenos para volverlo femenino cosa que hacía que el mismo aceptará que el comportamiento no es cultural sino biológico

        • Arantxa, no existe la «predisposición a ser masculino» porque lo que define qué es masculino o femenino en una sociedad son los roles de género y esto depende de la cultura.

        • Arantxa, yo no diría que un hombre que es «femenino» padece disforia, fundamentalmente porque «femenino» es una institución cultural asociada a una determinada sociedad, es decir, conductas vinculadas al sexo «mujer» en una esfera cultural concreta. Así, «vestir falda» sería una conducta institucionalizada «masculina» para la sociedad histórica escocesa, pero femenina, pongamos, para el caso de la sociedad histórica española. Y esas instituciones culturales no son eternas, pueden cambiar y transformarse, adaptándose al nuevo contexto social. Actuar «femeninamente» no implica disforia. De hecho, la «disforia sexual» refiere más bien al trastorno que implica una intensa aversión hacia los caracteres sexuales propios, llegando incluso a someterse a cirugías u hormonaciones.

  3. Buenas, quiero preguntar ¿cuántos géneros existen? He visto que dicen que hay 2,32 o más de 100 y incluso dicen que las personas no tienen género!!!
    Y una pregunta más…
    ¿Se puede eliminar el género?

    Es decir las feministas quieren abolir el género con eso se refieren a los roles de género y pues si van a eliminar las características que diferencian al género femenino y masculino ect. ¿Que género pasaríamos a ser? Es decir ni la ropa ni los juguetes tienen género, ¿las personas porque si tenemos?

    • Tal y como yo lo veo, sólo existen dos géneros; ya que si el «género» se define por las instituciones vinculadas a los sexos y los sexos son dos (hombre y mujer), de aquí se deduce que sólo hay y sólo puede haber dos géneros (masculino y femenino). Dicho esto, una ecualización de género total («igualdad de género»), como una ecualización de los roles sociales vinculados a hombres y mujeres es, a mi juicio, imposible. Fundamentalmente porque hombres y mujeres son biológicamente diferentes y los roles de género tienen un fundamento evolutivo determinista y transcultural. Ahora bien, existen determinadas instituciones o rasgos entendidos como «masculinos» o «femeninos» que podrían ecualizarse, hasta el punto de no ser propiamente «masculinos», ni «femeninos». Por ejemplo, «vestir falda» sería una conducta institucionalizada «femenina» para el caso de la sociedad histórica española, así como «pintarse las uñas», pero eso podría cambiar (y de hecho cambia), y así tantas cosas, si bien no todas: naturaleza y cultura se entremezclan.

  4. La definicion de genero que ponen es incorrecta, manioulada, pero sobre todo MANIPULADORA. Mejor pongan la del diccionario: CONJUNTO DE SERES QUE TIENEN UNA O VARIAS CARACTERISTICAS COMUNES. Pero no tiene NADA QUE VER con la definicion de sexo.

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