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Tercera entrega de la serie de artículos acerca del desarrollo de las ciencias positivas a lo largo de la historia.

Como ya vimos en nuestras dos primeras entregas sobre el desarrollo de las ciencias, en el largo período que va de la Antigüedad Clásica a la Edad Media las ciencias positivas no alcanzaron más que desarrollos (en ocasiones sumamente puntuales) en lo relativo a las ciencias matemáticas y la astronomía, manteniéndose amplias áreas del saber sin conceptualizar.

Si acaso, además del cuestionamiento de parte del cardenal Nicolás de Cusa en el fin del siglo XV del modelo geocéntrico defendido por Claudio Ptolomeo en el Almagesto, postulando que un Universo infinito no puede tener de centro al planeta Tierra, y de la negación de toda relación causal que no sea la eficiente por parte de Guillermo de Ockham (con la teoría del impetus como precedente del principio de inercia newtoniano).

Esto, sumado a la crítica al principio de autoridad y la restauración del bon sense a la que aludía Descartes, junto con el derrumbe del principio medieval de autoridad y la instauración de un nuevo método científico basado únicamente en la inducción, sustitutivo del aristotélico de la inducción y la deducción (tal y como se enuncia en el Novum Organum de Francis Bacon), facilitaría el paso a la revolución científica y el cambio del paradigma geocéntrico al heliocéntrico, que diría Kuhn, con el surgimiento de la moderna física.

No obstante, esta imagen heroica de la Modernidad como la época que derrumba el atraso medieval e instaura una nueva ciencia merece ser matizada: fue precisamente la reversión, que no anulación, de los principios teológicos medievales, lo que hizo posible la revolución científica.

Como diría Gustavo Bueno, Dios pasa de ser aquello de lo que se habla a ser el lugar desde el que se habla, lo que ha denominado bajo el sintagma de inversión teológica.

Esta manera de ver el mundo desde otra perspectiva supone también una idea diferente sobre la importancia de la experiencia en la investigación científica moderna: resultaría muy incompleto afirmar que lo único que propició la revolución científica fue la sustitución del método científico aristotélico por el baconiano. Cuando es fácil rastrear en las principales figuras de la física y la astronomía, como Kepler, Galileo o Newton, la decisiva influencia que tuvieron los desarrollos de la geometría y el álgebra, que en la práctica estuvieron estancadas desde el año 300 hasta el 1600.

De Galileo a Newton

(De izq. a der.) Nicolás Copérnico, William Gilbert, Galileo Galilei y Johannes Kepler, protagonistas de la ciencia en la Edad Moderna. (Wikimedia)

Si Galileo afirmó que Dios ha escrito el mundo con caracteres matemáticos, y Kepler rectificó las órbitas circulares de los planetas en el sistema de Copérnico por las elípticas, postulando, como Platón en el Timeo, que los cinco poliedros regulares explicaban la existencia de los seis planetas (Mercurio, Venus, La Tierra, Marte, Júpiter y Saturno) y resolvían «el secreto del Universo», la Mecánica de Newton solo puede explicarse gracias al decisivo hallazgo del cálculo infinitesimal que permite calcular las magnitudes derivadas (velocidad, aceleración, fuerza) a partir de la variación de las magnitudes primarias (masa, longitud y tiempo).

Si ya vimos en otra ocasión que existe una involucración entre las categorías científicas, en este caso cabe decir que fue el descomunal desarrollo del álgebra y la geometría en este período el que permitió que la física se convirtiese en una ciencia categorialmente cerrada, ya lejos de las especulaciones aristotélico-ptolemaicas.

En este sentido, los Principia Mathematica de Isaac Newton se convertirán en el canon de la ciencia moderna, en un hecho incontrovertible (un faktum que diría Kant), cuya validez no puede ser puesta en cuestión por la experiencia: todos los cuerpos que hay en el universo se encuentran afectados por la Ley de Gravitación Universal, la Ley de Newton.

Paul Feyerabend, en su Tratado contra el método, refrenda que el verdadero empirismo era el aristotélico, mientras que los modernos ajustan la experiencia a sus modelos matemáticos.

«En efecto, la experiencia deja de ser ahora ese fundamento inalterable que es en el sentido común y en la filosofía aristotélica. El intento de apoyar a Copérnico hace «fluida» a la experiencia de la misma manera que hace fluidos a los cielos, «de modo que cada estrella se desplaza en ellos por sí misma». Un empirista que comience desde la experiencia y construya sobre ella sin mirar nunca hacia atrás, pierde ahora la propia base de la que partió.

Ya no se puede confiar por más tiempo ni en la Tierra, «la sólida y bien asentada Tierra», ni en los hechos en los que él usualmente confía. Está claro que una filosofía que haga uso de una experiencia tan fluida y cambiante, necesita nuevos principios metodológicos que no insistan en un juicio asimétrico de las teorías por la experiencia. (1) 

No obstante, a esta Edad Moderna pletórica con su revolución científica, habrá que añadirle una etapa en la que aún nos encontramos inversos. Queda por desarrollar una parte fundamental de la Historia de las Ciencias, que es la actual, la época contemporánea, que se inicia en el siglo XVIII con la Revolución Industrial y otra revolución científica que, curiosamente, pondrá en cuestión la validez universal de las leyes de la Mecánica de Newton.

Isaac Newton, un de los principales científicos de toda la historia. (Wikimedia)

Referencia

  1. Feyerabend, P. (1981). Tratado contra el método. Esquema de una teoría anarquista del conocimiento. Tecnos: Madrid.

 

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Es columnista de filosofía e historia en Ciencia del Sur. (Gijón, España 1976). Es doctor en Filosofía por la Universidad de Oviedo, España. Profesor de Filosofía de Enseñanza Secundaria.
Es autor de, entre otros libros, "El alma de los brutos en el entorno del Padre
Feijoo" (2008), "La independencia del Paraguay no fue proclamada en Mayo de 1811 (2011)" y "El Estado Islámico. Desde Mahoma hasta nuestros días (2016)".

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