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La polémica generada por
El origen de las especies sobre las bases de la evolución biológica dista de estar aún hoy resuelta.

Pese a que con dicha publicación en 1859 Charles Darwin exponía su teoría de la selección natural, fundamental para sentar las bases de la categoría de la biología científica, la polémica, no solo con los defensores del «creacionismo» sino entre los propios biólogos, habría de estar servida. 

Todo esto, frente a las ideas de Jean Baptiste Lamarck sobre una evolución guiada por el propio esfuerzo de los animales para adaptarse a su ambiente (lo que se ha denominado como «herencia de los caracteres adquiridos»), o la idea del Conde de Buffon sobre el tiempo como verdadero «arquitecto» de la transformación de los seres por recombinación de sus diferentes partes.

Y es que el darwinismo, si bien ofrece una suerte de «guía básica» para las disciplinas biológicas, el desarrollo de esta teoría y su recurrencia condujo a una constante polémica que aún persiste.

Ya a finales del siglo XIX, según el biólogo Peter Bowler, que hablaba de «el eclipse del darwinismo» parafraseando a Julian Huxley, existían no solo alternativas evolucionistas al darwinismo sino contrarias a la selección natural, a propósito del neolamarckismo (defendido por Samuel Butler y George Bernard Shaw, con su paradigmática obra Volviendo a Matusalén, entre otros).

Esto especialmente a raíz de la obra de August Weismann Estudios sobre la teoría de la descendencia (1876), al suponer una suerte de «solución de continuidad» entre el plasma germinal (lo que Johannsen llamará genotipo) y el soma (lo que Johannsen llamará fenotipo) y que es el fundamento de la posterior confluencia entre la teoría de selección natural y la teoría de la genética expuesta por Gregor Mendel.

Teoría sintética de la evolución

Este neodarwinismo, criticado de inicio por los neolamarckistas y los mendelianos, acabará confluyendo alrededor de la década de 1930 bajo la forma de la llamada Teoría sintética de la evolución defendida por Theodosius Dobzhansky, Ernst Mayr, George Simpson y otros.

Teoría sintética que sin embargo modifica sustancialmente varios de los principios enunciados por Darwin: ya no se habla de selección natural sino de «tasa de reproducción media» de una comunidad dada, y la influencia genética queda en manos de la probabilidad matemática y no de la conducta de los seres vivientes a la que Darwin había puesto en valor, especialmente al final de El origen.

Con el darwinismo, el problema sobre la existencia de una finalidad en el universo y de los seres que en él se encuentran, tanto los seres inertes como los vivos enunciada por Aristóteles, parecía quedar periclitado.

Las causas finales, indicadas por Aristóteles en su Física como motor no solo de los cuerpos graves sino también de los seres vivientes, la búsqueda del desarrollo en acto de toda su potencia —llegar a su telos, la quinta vía indicada por Santo Tomás de Aquino en su Summa Theologica—, recuperada por Kant en su Crítica del Juicio como idea de un fin final para indicar que en los seres vivos hay una evolución ideal que llega al hombre, parecían por fin descartadas.

La transformación de los seres vivientes nada debía a ilusorios arquitectos divinos ni a caprichos azarosos, ni tampoco a la «voluntad de vivir» de dichos organismos.

Sin embargo, por un lado la idea del ambiente resurge sobre todo a mediados del siglo XX con la etología o estudio de la conducta animal comparada, ya analizado por Darwin en La expresión de las emociones en los animales y en el hombre (Lorenz, Tinbergen y Von Frisch recibieron el Premio Nobel en 1971), comienzan a señalar el importante papel que juegan los individuos de las especies animales a la hora de decidir qué conductas resultan o no adaptativas.

E incluso la sorprendente capacidad de aprendizaje de los simios superiores, capaces de asimilar, aparentemente, los más complejos lenguajes de signos e incluso de usarlos frente a sus congéneres.

Asimismo, y por otro lado, la biología molecular y el ADN provocarán la recuperación de las causas finales: Jacques Monod señala en El azar y la necesidad (1969) que los seres vivos poseen tres características: teleonomía, invariancia reproductiva y morfogénesis autónoma, que indican no solo una finalidad y una constancia en su estructura, sino que ésta evoluciona partiendo de unas bases genéticas ajenas a las alteraciones del mundo externo.

Como contrapunto a estas posiciones, surge la teoría estocástica de Moto Kimura, quien señala que la evolución biológica no sucede mediante una constante transformación de los organismos, sino mediante saltos, al azar, puesto que las formas de sobrevivir y adaptarse los organismos son muy diversas (teoría que hasta cierto punto encaja con la idea del «equilibrio puntuado» propuesta por Stephen Jay Gould).

Cuando se produce un cambio profundo tiene lugar una mutación y, por consiguiente, también una selección. Un puro azar sin diseño alguno que recuerda mucho a la teoría del Conde de Buffon.

¿Finalidad en los organismos?

Frente a Kimura, destaca la teoría de la endosimbiosis entre las células expuesta por Lynn Margulis que recupera cierta estructura finalística, aunque de naturaleza completamente diferente a la de la metafísica tradicional. (De hecho, Margulis sostuvo que los únicos microorganismos que pueden hacernos enfermar son los que comparten una historia evolutiva con nosotros, es decir, los que habrían participado en el proceso de simbiogénesis para dar lugar a la especie humana).

Es indudable, a la luz de la endosimbiosis, que la biología necesita incorporar la finalidad en los organismos, pues de lo contrario serían inexplicables cuestiones tales como las homologías existentes entre las aletas de los anfibios, las extremidades de los mamíferos o las manos y pies de los antropoides, o sin ir más lejos los órganos oculares o los órganos sexuales en los pluricelulares; estos complejos aglomerados de tejidos y huesos no pueden haber surgido azarosamente, por que sí.

Sin embargo, esta finalidad no puede plantearse a la escala del individuo, de la ontogénesis, ni siquiera postularse un «Diseño Inteligente» de la naturaleza (como parece haberse puesto de moda en Estados Unidos, ocupando el lugar que el denominado «creacionismo científico» ha ido dejando en la democracia más poderosa del mundo), sino a la escala de la filogénesis: los ojos tienen la finalidad de ver porque estos órganos son producto de la evolución iniciada en las células fotosensibles hasta el desarrollo de los pluricelulares; los órganos sexuales son producto de la endosimbiosis de células germinales, etc.

Nos encontramos ante una finalidad en este caso objetiva, no propositiva, una finalidad generada en el propio proceso evolutivo y ajena a creadores y diseños inteligentes. Probablemente sea esta última la alternativa más potente a día de hoy, frente a tantas circunstancias que en más de siglo y medio han propiciado varios eclipses de la teoría darwinista.

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Es columnista de filosofía e historia en Ciencia del Sur. (Gijón, España 1976). Es doctor en Filosofía por la Universidad de Oviedo, España. Profesor de Filosofía de Enseñanza Secundaria.
Es autor de, entre otros libros, "El alma de los brutos en el entorno del Padre
Feijoo" (2008), "La independencia del Paraguay no fue proclamada en Mayo de 1811 (2011)" y "El Estado Islámico. Desde Mahoma hasta nuestros días (2016)".

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2 COMENTARIOS

  1. 1) Entonces, cuál es la principal diferencia entre el ser humano y los seres, a quienes denominamos animales, si ellos practicamente «evlucionaron» con nosotros?

    2) Puede la conciencia evolucionar? Y pueden existir diferentes conciencias?

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