El historiador de la ciencia español Lino Camprubí, investigador del Instituto Max Planck de Berlín, ha dejado impronta de sus fértiles años de investigación doctoral en un reciente libro.
Se trata de la versión española de su tesis doctoral, Engineers and the Making of the Francoist Regime (MIT Press, 2013), aunque notablemente remozada y ampliada con artículos añadidos y publicados en otros medios para dar forma a una tesis fundamental: frente a lo que se ha dicho en otros contextos, en la España bajo el régimen del General Francisco Franco (1936-1975), no solo hubo ciencia y tecnología, sino que resulta imposible comprender su desarrollo sin ambas.
Algo de otro lado lógico y, bien visto, de verdadero perogrullo, puesto que fue ya en los primeros años del régimen vencedor de la Guerra Civil Española cuando se inició la trayectoria de instituciones tan importantes para el desarrollo de la ciencia y la tecnología españolas, para el paso de la Little Science a la Big Science que dirían los anglosajones, como el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) en 1939 o el Instituto Nacional de Industria (INI) en 1941.
De hecho, por encima de ideologías, Los ingenieros de Franco sostiene que fueron las ciencias y las tecnologías las que mantuvieron la continuidad del régimen no solo con la historia anterior, sino con la actual democracia coronada. Así lo señala Camprubí:
«Las ideas como regeneración o redención no fueron los motores de la historia de España. Más bien, éstas provenían de múltiples prácticas y líneas de fuerza que coexistían en un equilibrio a menudo inestable. Este libro trata de cómo los ingenieros llenaron de contenido la misión histórica redentora que el franquismo se había arrogado, de las maneras en que otorgaron a las ciencias y tecnologías un papel central en la reparación de la historia de España. Por supuesto, estas maneras cambiaron a lo largo de los años: la retórica redentora asociada al nacionalcatolicismo y a la Guerra Civil perdió mucha de su virulencia inicial y las tecnologías asociadas al Nuevo Estado fueron adaptándose a situaciones y necesidades nuevas. Sin embargo, las continuidades fueron mucho más importantes de lo que a menudo se reconoce» (pág. 19).
De hecho, como el propio autor se interroga retóricamente: «¿Puede un Estado moderno sobrevivir sin ningún tipo de investigación y pudo hacerlo el régimen de Franco durante cuarenta años?» (pág. 25). Es obvio que no, ningún Estado moderno puede subsistir sin programas de investigación dedicados a la ciencia y la tecnología, con sus consiguientes inversiones públicas.
Aun así, Camprubí no escamotea la censura que merecen a su juicio los comportamientos represores que arrastra toda contienda civil de parte de los vencedores para con los vencidos, que también influyó y conformó el desarrollo de la ciencia en los primeros años del régimen:
«El régimen estaba en parte fundado en el terror y la represión que acompañaron a la Guerra Civil y a los años inmediatamente posteriores a ella. Como es sabido, esto tuvo importantes consecuencias sobre maestros, profesores e investigadores. Muchos habían perecido en combate, otros huyeron al exilio, fueron apartados de sus puestos o incluso ejecutados. Se les acusaba de haber servido al «Ejército Rojo», de haberse significado por su apoyo al régimen republicano, o simplemente de no aceptar plenamente la ideología del nuevo régimen. Aquellos científicos e ingenieros que mantuvieron sus puestos tenían que ser cuidadosos para evitar cualquier sospecha de irreligiosidad o desafección al Caudillo» (pág. 25).
La concepción liberal de la ciencia española bajo crítica
No obstante, el tema de la investigación científica en el franquismo, como otros aspectos relativos a esa época, sí que es estudiado en algunos casos, pero siempre añadiendo la muletilla de que tal investigación científica tuvo lugar «a pesar de Franco», situándose en una órbita «progresista» en la que son el progreso científico y tecnológico los motores de la historia.
Camprubí pretende, al menos de inicio, desmontar esta tesis y señalar el involucramiento íntimo entre los ingenieros y el poder político:
«Incluso aquellos que admiten la existencia de instituciones y redes de investigación, les niegan cualquier valor académico con el argumento de que se regían por mandatos políticos y, por tanto, sus investigaciones eran más pseudocientíficas que ajustadas a estándares internacionales propiamente científicos. Cuando aparecen anomalías en esta imagen, algunos historiadores replican que los logros de los científicos e ingenieros fueron posibles a pesar del régimen. De este modo, se salva a los científicos e ingenieros de cualquier contaminación franquista e incluso se les presenta como héroes liberales luchando secreta o abiertamente contra los males de una dictadura asfixiante» (pág. 26).
Así, el autor define la tesis fuerte de Los ingenieros de Franco de la siguiente manera:
«Este libro no pierde de vista la importancia de la jerarquía y la autoridad, pero su principal interés es determinar hasta qué punto la historia del propio régimen, más que tomarse como un fondo ya dado en el que se desarrolló la investigación científica y técnica, dependió en aspectos fundamentales de esa misma investigación. La investigación era mucho más que una simple herramienta para el poder político, era constituyente de ese mismo poder en tanto que dotó de contenido al régimen en lo que se refiere al manejo del territorio, de las ciudades, de los recursos, de las personas, de las fronteras, de las alianzas internacionales, etc. Ésa es la tesis fuerte de Los ingenieros de Franco. No sonará tan descabellada si tenemos en cuenta la importancia central de los ingenieros en la política española durante los siglos XIX y XX.» (pág. 30).
Esas continuidades entre diversos regímenes políticos y dentro de las propias etapas del régimen de Franco fueron dadas por las ciencias y las tecnologías, que transcurren «pese a Franco» por el libro. No obstante, no parece que se abandone del todo la perspectiva progresista, puesto que esa transformación del paisaje, que el libro investiga en los aspectos más insospechados, ya sea en las técnicas de prensado de hormigón, de los arrozales del Levante y el Sur español, la vigilancia en Gibraltar o los fosfatos del Sahara español, ya venían de muy atrás.
Así, cuando habla de los grandes hallazgos del franquismo, principalmente en las cuestiones relativas a energías pujantes, señala que ya venían de atrás; por ejemplo, la tendencia a potenciar el petróleo frente a otras fuentes de energías tradicionales como el carbón, iniciada en la dictadura de Primo de Rivera por su ministro de Hacienda José Calvo Sotelo:
«En 1927 el gobierno de Primo de Rivera declaró el monopolio estatal sobre las importaciones y refinería de petróleo, cediendo su gestión a CAMPSA, una empresa con importante participación bancaria. Sin embargo, algunos de estos bancos pronto crearon CEPSA como proveedor de CAMPSA. En 1930 CEPSA inauguró en las Canarias la que sería la única refinería española hasta 1951, cuando inauguró otra en Ceuta sujeta a parecidos beneficios fiscales;[…]» (pág. 186).
El franquismo y la energía nuclear
En el contexto de los planes políticos del régimen franquista, también se potenció la energía nuclear, pensada primeramente con vistas a la independencia política y energética; en plena Guerra Fría, el control del proyectil atómico, y aún hoy día, es garantía plena de independencia política respecto a terceros:
«Tras las explosiones de Hiroshima y Nagasaki, la soberanía de todos los países pasó a estar indisolublemente ligada a la nueva y terrible bomba, y todos los gobernantes, también los españoles, sopesaron sus posibilidades para conseguirla. Sin duda, ésta fue una de las razones detrás de la creación en 1948 de una junta secreta para el desarrollo de la energía nuclear en España» (pág. 179).
Aunque esta idea fue abandonada poco después, una vez asumido que en el contexto de la Guerra Fría los pactos con Estados Unidos garantizarían la defensa de España, el uso de la energía nuclear alcanzó aproximadamente el 20 % de la producción energética española, promedio ciertamente notable.
Camprubí señala aquí una paradoja, en el contexto de la proliferación de centrales nucleares en la España franquista; y es que los grupos antifranquistas eran ecologistas, y los partidarios de recuperar la importancia de las nucleares, precisamente para garantizar una cierta independencia energética, lo quieren hacer mediante la inversión privada, al contrario de la gran importancia que otorgó el franquismo a la dotación pública de medios para la edificación de centrales y el asegurar el combustible de uranio:
«Para distintos grupos antifranquistas atacar a la nuclear era atacar al franquismo. Esta asociación permite detectar dos distorsiones retrospectivas sobre la interpretación de la historia del franquismo que son interesantes para este libro. La primera es que la autoproclamada derecha liberal que en España defiende hoy la nuclear a menudo obvia que en España, como en todos los demás países, la energía nuclear hubiera sido imposible sin grandes esfuerzos por parte del aparato estatal, desde asegurar el uranio hasta invertir en la adquisición de los reactores y la formación de los ingenieros» (pág. 198).
La minería de fertilizantes y la descolonización del Sahara
Capítulo aparte merece, también en el contexto de la Guerra Fría, la importancia en esta época de la provincia española del Sahara Occidental, que pese a estar en poder español desde finales del siglo XIX no alcanzó un papel estratégico hasta después de la Guerra Civil, por la carestía de recursos básicos.
El Instituto Nacional de la Industria (INI) se consagró a la búsqueda de minerales, y encontró ante todo fosfatos de uso fertilizante, importantes ante la carencia de ellos por no querer Francia, potencia colonial de primera magnitud en el Norte de África. Así, Juan Antonio Suanzes, por aquel entonces ministro de Industria, manifestaba su preocupación al respecto:
«Una de las principales preocupaciones de Suanzes era la falta de fertilizantes: Francia mantenía un monopolio sobre los fosfatos del norte de África y se negaba a vender fosfato manufacturado a la España de Franco» (pág. 202).
La labor de los ingenieros de la época en el Sahara alarmó a Marruecos, gran productor de fosfatos, y comenzaron los planes de la monarquía alauí para, en el contexto del proceso de descolonización que también afectaba al Sahara, anexionarse el Sahara español, con la gigantesca Marcha Verde del año 1975. Algo que gozó del favor de Estados Unidos, que prefería un Marruecos aliado fuerte ante el avance soviético en el norte de África:
«Para Estados Unidos no fue difícil presionar al régimen, con Franco moribundo y una gran incertidumbre acerca del futuro político del país» (pág. 216).
¿Determinismo tecnológico?
Así, cuando vamos ojeando las páginas de Los ingenieros de Franco, observamos que la visión «progresista» de la ciencia y la tecnología en España va colándose y confirmándose de forma insospechada en la tesis central del autor. Un determinismo tecnológico, cercano al de los programas CTS (Ciencia, Tecnología y Sociedad), que apunta a una forma de fundamentalismo científico (en este caso, genérico), a una posición tecnooptimista, y que rezuma en cada página de este libro:
«Las ciencias geofísicas, imprescindibles para hallar y explotar un recurso imprescindible en un mundo cada vez más poblado, dependían más y más de aparatos y tecnologías. Por ello, estas tecnologías se convertían en medios técnicos de librar batallas políticas en la era de la descolonización, la Guerra Fría y la preparación hacia una España sin Franco. Una historia geopolítica centrada en los recursos es, necesariamente, una historia de la tecnología y de los ingenieros» (pág. 218).
En resumen, el libro de Lino Camprubí renueva la perspectiva «progresista», pues plantea una historia de la ciencia y la tecnología en España centrada en el papel jugado por los ingenieros franquistas, donde se reivindica la tesis del filósofo marxista italiano Antonio Gramsci, acerca de la importancia de la superestructura ideológica a la hora de entender la base económica y material.
Así, en el epílogo de la obra, pese a señalar previamente que es falsa la imagen del «pese a Franco», se reafirma en el citado progresismo. Citando explícitamente a Antonio Gramsci, autor que empapa buena parte del texto de Camprubí, diríase que el «consenso hegemónico» acuñado por Gramsci y aplicable al franquismo no lo establecieron los ideólogos o intelectuales, sino los ingenieros:
«Este consenso hegemónico corresponde crearlo a los intelectuales, concepto que Gramsci redefine para abarcar no sólo a los escritores y artistas, sino a los organizadores de la sociedad industrial. Lo que aquí defiendo es que los ingenieros tuvieron un papel central en construir una nueva hegemonía cultural para el bloque histórico establecido en España por la Guerra Civil» (pág. 223).
Tal fue el caso de los tecnócratas del Opus Dei, que «hicieron de puente entre la ideología industrializadora nacionalcatólica y la ideología del fin de las ideologías, […] El ejemplo más claro de las continuidades entre el ingenierismo nacionalcatólico y la tecnocracia lo ofrece el ministro de Obras Públicas Gonzalo Fernández de la Mora. Fernández de la Mora justificaba al Estado por sus obras, y afirmó en El fin de las ideologías que lo que buscaban los españoles eran comodidades materiales» (pág. 225).
Camprubí también dedica en su epílogo un apunte al proceso de «borrado del pasado» que se inició en España tras el fallecimiento de Francisco Franco, que a su juicio no ha alcanzado al elemento más importante, a saber, sus obras ingenieriles:
«El efecto más visible de la ley fue la retirada, tan lenta que aún prosigue, de «símbolos» del franquismo, tales como nombres de calles y estatuas ecuestres. Lo interesante para este epílogo es la reducción de la idea de «símbolo» a las exaltaciones explícitas de Franco o sus ministros, que abunda en el sesgo político-formal de la historiografía sobre el franquismo. Porque quien haya leído este libro atentamente reconocerá como símbolos del franquismo la presa de Canelles, la central de Vandellós II o los arrozales del Guadalquivir. Que en 2011 se quitara el apellido del Caudillo al nombre de la ciudad rural Gévora no excluye que su planta urbana fuera un símbolo del pretendido paisaje nacional redimido y racionalizado» (págs. 230-231)
No parece que el autor del libro haya leído la Ley 52/2007 de 26 de Diciembre, donde se dice explícitamente que las obras públicas no constituyen por sí mismas exaltación del franquismo; así en su Artículo 15, dedicado a los «Símbolos y monumentos públicos», señala que la ley «no será de aplicación cuando las menciones sean de estricto recuerdo privado, sin exaltación de los enfrentados, o cuando concurran razones artísticas, arquitectónicas o artístico-religiosas protegidas por la ley». Es decir, un pantano, carretera u obra arquitectónica edificada en tiempos de Franco no constituye por sí misma exaltación de nada. Son simplemente obras arquitectónicas, sin más.
Porque el determinismo tecnológico que se cuela en los resquicios de este libro, hasta anegar sorprendentemente sus tesis principales, lo que dice en realidad es que todo el entramado ideológico del franquismo (nacionalcatolicismo, Opus Dei, democracia cristiana) no es más que un subproducto que palidece ante la labor de los ingenieros, los verdaderos protagonistas de los 40 años del régimen franquista, los verdaderos «intelectuales» (en el sentido gramsciano) y artífices no solo del franquismo, sino de toda sociedad política moderna, que solo puede entenderse desde un fuerte determinismo tecnológico:
«Las tecnologías no funcionan al margen de la palabra ni de los objetivos políticos. Aún más, la involucración de las tecnologías y las ciencias de la era nuclear con las relaciones de poder ha sido y es clave para la formación y el mantenimiento del Estado como unidad política. Mediante productos concretos la sociedad política, el Estado, se instala e inscribe en el territorio, lo transforma y lo preserva como suyo. En una época de crisis financieras mundiales y de pavores ecológicos planetarios, el significado de objetos y paisajes singulares pasa fácilmente desapercibido. Pero esos son los mimbres con los que se construyen nuestras organizaciones sociales y económicas» (pág. 234).
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Es columnista de filosofía e historia en Ciencia del Sur. (Gijón, España 1976). Es doctor en Filosofía por la Universidad de Oviedo, España. Profesor de Filosofía de Enseñanza Secundaria.
Es autor de, entre otros libros, "El alma de los brutos en el entorno del Padre
Feijoo" (2008), "La independencia del Paraguay no fue proclamada en Mayo de 1811 (2011)" y "El Estado Islámico. Desde Mahoma hasta nuestros días (2016)".
Un poco izquierdista.