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En 1968, Gustavo Bueno inició su proyecto de sistema filosófico, ya expresado in nuce en diversos artículos dispersos décadas atrás, con la edición de la obra El papel de la filosofía en el conjunto del saber, publicada por la editorial Ciencia Nueva (no obstante, la fecha oficial de publicación tuvo que retrasarse hasta dos años después, en 1970, ya que la peculiar situación política que vivió España en 1968 aconsejó demorar su edición). Esta obra fundacional del materialismo filosófico se planteó como respuesta al hara kiri filosófico que enunció el marxista Manuel Sacristán respecto a la filosofía española de su tiempo, en su opúsculo Sobre el lugar de la filosofía en los estudios superiores (Editorial Nova Terra, Barcelona 1968).

En esta breve obra, Sacristán planteaba que la filosofía era un saber que no podía ser sustantivo, no podía nutrirse de sí mismo y que era propiamente un saber ocioso, sin practicidad alguna; literalmente: «no hay un saber filosófico sustantivo superior a los saberes positivos; que los sistemas filosóficos son seudoteorías, construcciones al servicio de motivaciones no teoréticas, insusceptibles de contrastación científica (o sea: indemostrables e irrefutables) y edificados mediante un uso impropio de los esquemas de la inferencia forma». (Sobre el lugar de la filosofía en los estudios superiores, pág. 2).

Así, el resultado de esta consideración conduciría a unas conclusiones obvias:

«Suprimir las secciones de filosofía de las facultades de letras –suprimir, esto es, la licenciatura en filosofía–, y eliminar, consiguientemente, la asignatura de filosofía de la enseñanza media. […] la supresión de la asignatura de filosofía en ella debería ir acompañada por la orientación, dirigida a los profesores de historia, de ciencias y de letras, de dar conocimientos histórico-filosóficos al hilo de sus propios temarios: al empezar a explicar geometría analítica, por ejemplo, el profesor de matemáticas debería acordarse durante un rato de quién fue Descartes, y de la función del platonismo en la gloria de la regla y el compás; &c.» (Sobre el lugar de la filosofía en los estudios superiores, pág. 17).

Eso sí, en un sentido práctico, la supresión de la filosofía supondría no su eliminación, sino su transformación en una suerte de resumen de las ciencias, a través de un «Instituto general» que se nutriera de los demás saberes:

«Suprimida la licenciatura en filosofía, hay que reorganizar el doctorado en filosofía. Suprimida la sección particular, hay que crear el Instituto general, no parte de ninguna facultad, sino proyección de todas ellas. […] La organización de un Instituto general de filosofía (o central, que sería la expresión de los actuales reformadores de la universidad alemana), como emanación de todas las facultades (si es que la reforma democrática de la universidad decide mantenerlas) o de otras articulaciones del cuerpo universitario, debería basarse en unos cuantos principios que bastan para determinar en líneas generales su estructura y su funcionamiento: el Instituto no cubre un período de licenciatura; recibe principalmente a licenciados, sin prohibir el acceso a estudiantes, los cuales, sin embargo, no pueden obtener título en él;[…]» (Sobre el lugar de la filosofía en los estudios superiores, págs. 22-23).

Frente a esta postura, Gustavo Bueno señaló, aun esquemáticamente respecto a lo que enunciaría más adelante en obras como Ensayos materialistas (1972) o la Teoría del cierre categorial (1992-93), la distinción entre un orden categorial, relativo a las disciplinas científicas, privativo de su campo de análisis, y un orden trascendental o propio de la actividad filosófica, que desborda el análisis de las ciencias:

«La totalización categorial está limitada, en el proceso regresivo, por las hipótesis; la totalización trascendental está limitada en el proceso progresivo. Pero si estas limitaciones son constitutivas de la propia racionalidad, sería irracional el desconocerlas, o el considerarlas como inconvenientes. Y la forma más peligrosa de este desconocimiento sería: en la racionalización categorial, confundir la «reorganización» con una «racionalización integral» del campo o marco recorrido; en la racionalización trascendental, atribuir al límite al que se llega (la idea de Dios en Kant, la idea del bien en Platón, el “cogito” en Descartes…) una función explicativa, […] Las totalizaciones categoriales siempre resultan ser el esquema mismo de toda racionalización. Pero las totalizaciones trascendentales siempre constituirán la crítica racional a las primeras, la indicación de un «ideal de la razón», para remontar las hipótesis, liberándose de ellas, aun cuando sea paca tener que recaer en otras hipótesis, pero que contienen a las primeras.» (El papel de la filosofía en el conjunto del saber, págs. 106-107)

Frente a la «muerte filosófica de la filosofía» pregonada por Sacristán, una de las ideas centrales, por desgracia olvidada por quienes han reivindicado la obra tras cinco décadas transcurridas, es la de la presunta «practicidad» de la filosofía. Como señala Bueno en referencia a su interlocutor:

«Quienes hablan de esa «muerte filosófica» lo hacen desde la consideración de la filosofía como una praxis que va orientada a su propia cancelación. Por este motivo suele sobreentenderse siempre una correspondencia entre la tesis de la muerte de la filosofía y la concepción de la filosofía como filosofía especulativa» (El papel de la filosofía en el conjunto del saber, pág. 64).

Y en efecto, Sacristán considera la filosofía de su época en España (fundamentalmente, la escolástica heredada del nacional-catolicismo que ya se veía como algo caduco, frente a otras tendencias filosóficas de moda en Europa como la filosofía analítica), como algo sin practicidad.

Las múltiples sutilezas de la idea de «practicidad»

Respecto a ello, Bueno señala que «el concepto de practicidad de la filosofía —dado que la practicidad atribuida a una conducta es un concepto de relación, que pone esa conducta en conexión con un término presupuesto como referencia— puede ser considerado desde dos perspectivas diferentes. La primera se refiere a los términos mismos de la referencia, considerados en absoluto —es una perspectiva que podemos llamar material. La segunda se refiere a la misma relación, en tanto que ella pueda ser analizada —llamemos formal a esta perspectiva—» (El papel de la filosofía en el conjunto del saber, pág. 64).

Bueno señala que la mayor parte de los análisis sobre la practicidad de la filosofía se mueven en la perspectiva material y apenas tocan la perspectiva formal. Ejemplos: el epicureísmo cuando afirma que la filosofía es práctica con referencia al placer, o los estoicos cuando apelan a la virtud como verdadero término de referencia de la practicidad filosófica, o los platónicos cuando hablan de la instauración de la justicia. Y al contrario: quienes como Sacristán niegan la practicidad de la filosofía lo hacen desde una referencia material, ya sea el conocimiento científico o el progreso tecnológico.

Carece por lo tanto de sentido hablar de practicidad o no de la filosofía en sentido absoluto. De hecho, «Desde los supuestos ideológicos de la sociedad medieval cristiana, las «oraciones mentales» de los monjes contemplativos llevaban acoplada la máxima practicidad, en cuanto que estas oraciones eran medios para la salvación de las almas del grupo social. Desde supuestos no religiosos, también es posible reconocer una función práctica importante a la oración aun cuando se le confiera un signo reaccionario —»el opio del pueblo»». (El papel de la filosofía en el conjunto del saber, pág. 66).

Precisamente, Bueno apela a dos tipos de «practicidades» para explicar en qué consiste la perspectiva formal: la practicidad cerrada, donde las operaciones entre términos de un mismo tipo nos generan también términos de ese conjunto (asimilable a la totalización categorial), y la practicidad abierta, donde los términos resultantes de las operaciones son diferentes a los de ese conjunto de referencia.

Asimismo, la practicidad puede ser unitaria, cuando los signos resultantes de esas operaciones son irrepetibles, o recurrente, cuando esa practicidad es repetible en diversos contextos.

De este modo, cruzando estas dos distinciones, Bueno obtiene cuatro modelos de practicidad de la filosofía, que acabarían correspondiéndose más adelante, en obras como la citada Ensayos materialistas, en la que se distingue entre una implantación política de la conciencia filosófica, donde la filosofía se preocupa y se nutre de los saberes de su tiempo, y una implantación gnóstica de esa misma conciencia filosófica, donde la actividad filosófica se «pliega sobre sí misma». Ambas posibilidades se corresponderían en cierto modo con las formas de practicidad abierta y practicidad cerrada, respectivamente:

1) Practicidad cerrada unitaria. Es la propia de sistemas filosóficos cuya orientación es lograr un estado supremo, único, irrepetible o irreversible. Por ejemplo, la de los neoplatónicos que buscan alcanzar el Uno como summum del conocimiento, o la de cualquier filosofía de carácter gnóstico o que considera al conocimiento como el estadio de salvación.

2) Practicidad cerrada recurrente. Sería análoga a la del tipo 1), pero esta vez el estadio considerado como summum es recurrente y puede ser alcanzado por diversas personas en diferentes momentos; es el caso de la fenomenología de Husserl, cuando se alcanza el estadio de conocimiento puro de las esencias, la conciencia pura fenomenológica libre de todo prejuicio, o el de la vida teorética enunciada por Aristóteles en su Ética a Nicómaco.

3) Practicidad abierta unitaria. Es la propia de los marxistas que pregonan la «muerte filosófica de la filosofía»: como señala Marx en la Crítica a la Filosofía del Derecho de Hegel, la realización de la filosofía tiene lugar en la superación del proletariado y ello se produce en un término externo a la serie: el comunismo final.

4) Practicidad abierta recurrente. Es la propia de la actividad filosófica académica en sentido estricto, pues como apostilla el propio Gustavo Bueno para cerrar el debate: «La practicidad de la filosofía, que, sin duda, abierta, solo tiene sentido, dada la naturaleza del sistema de signos que la constituyen, en un contexto recurrente. Los filosofemas producen nuevos filosofemas; pero este proceso no es cerrado, sino que tiene lugar a través de la misma inserción de los filósofos en el curso social. De este modo, la practicidad de la filosofía, desde un punto de vista formal, no significa sino esto: que la filosofía es un componente de la propia cultura, que, por tanto, constituye una actividad recurrente y que, de algún modo —en mayor o menor cuantía, según las sociedades—, influye en el proceso de la cultura, y se propone influir, a la vez que está influida por ella. (El papel de la filosofía en el conjunto del saber, pág. 73).

En resumen, considerar que la filosofía no es una disciplina «práctica» es una afirmación sumamente confusa y genérica que nada dice, puesto que en primer lugar hay que precisar en qué contexto la filosofía puede ser práctica o no, y en segundo lugar si esa practicidad pretende mantenerse como algo cerrado en sí mismo, o sin posibilidad de generar nuevos filosofemas que se inserten en el curso social, o si estos filosofemas son no solo recurrentes sino que se implantan en la propia sociedad de su tiempo, en el «estado del mundo» que al filósofo le ha tocado vivir.

 

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Es columnista de filosofía e historia en Ciencia del Sur. (Gijón, España 1976). Es doctor en Filosofía por la Universidad de Oviedo, España. Profesor de Filosofía de Enseñanza Secundaria.
Es autor de, entre otros libros, "El alma de los brutos en el entorno del Padre
Feijoo" (2008), "La independencia del Paraguay no fue proclamada en Mayo de 1811 (2011)" y "El Estado Islámico. Desde Mahoma hasta nuestros días (2016)".

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