4 min. de lectura

 

Primera entrega acerca del desarrollo de las ciencias positivas a lo largo de la historia.

Las ciencias no son simplemente cuerpos organizados de teorías verificables o estructuras formales que se ajusten con la realidad. Las disciplinas científicas son resultado de un proceso histórico que, aunque desde nuestra perspectiva poco importe para poder resolver un teorema geométrico o calcular la velocidad de caída de los cuerpos, no se produjo más que en el contexto de la Grecia clásica, origen de una tradición ininterrumpida que se prolonga hasta nuestros días.

La actividad filosófica sería inconcebible sin los problemas que plantean las ciencias, y en buena lógica, si queremos entender la historia de la filosofía, habrá que trazar una genealogía de las distintas ciencias y su desarrollo a la largo de la historia. Para ello, en primer lugar distinguiremos cuatro acepciones de ciencia diferentes:

  1. La ciencia como «saber hacer». Habilidad, maestría, conjunto de conocimientos en cualquier cosa. La ciencia del caco, del palaciego, del hombre vividor. La «ciencia de la honra» que decía Calderón de la Barca.
  2. La ciencia como «conjunto de proposiciones derivadas de principios». Esta idea de ciencia ha llegado hasta nuestros días, bajo la forma de una estructura de razonamientos de los que derivar conclusiones. Es la idea de Aristóteles al considerar el silogismo, o la de Rudolf Carnap cuando habla de los enunciados teóricos derivados de proposiciones protocolares, a partir de las cuales ir edificando la estructura de la ciencia como un saber unificado.
  3. La ciencia en sentido estricto. Nos referimos a las ciencias exactas, físicas, químicas y naturales. Esto es, a las ciencias en sentido estricto, las que han transformado decisivamente nuestro mundo.
  4. La ciencia como una suerte de «extensión» a otras disciplinas anteriormente concebidas como seudocientíficas, tales como la lingüística, la historia, etc. Son las actualmente denominadas «ciencias humanas», que también buscan su lugar junto a las ciencias en sentido estricto.

Si miramos hacia la Antigüedad clásica, encontraremos que buena parte de lo que hoy son ciencias ya constituidas categorialmente, con sus principios y teoremas, sencillamente no existían. El mundo griego no estaba conceptualizado ni de lejos como el actual; tan solo la geometría, modelo de racionalidad para los primeros filósofos presocráticos, podía enarbolarse como ciencia en sentido estricto, así como ciertas nociones de astronomía.

El resto de especulaciones sobre los arjés o principios, como el agua (Tales de Mileto), el aire (Anaxímenes) o el fuego (Heráclito), que junto con la tierra formarían los cuatro elementos comunes, de cuyas transformaciones por alteración cualitativa se formarían los distintos cuerpos  existentes, eran en rigor especulaciones filosóficas.

La concepción aristotélica de la ciencia

Aristóteles, que clasificó las diversas disciplinas en sus escritos, puso orden dentro de un panorama bastante deslabazado. Partiendo de su teoría de los tres grados de abstracción que expone en la Metafísica, dividió las distintas disciplinas relativas a los cuerpos en físico-químicas y biológicas. El primer grado de abstracción sería el movimiento, el segundo grado la matemática, entendida como materia inteligible; en él se incluirían tanto las formas, las almas, consideradas como principios de los organismos vivientes, como todas las sustancias corruptibles, sujetas a cambio.

La física (del griego physein, llegar a ser) sería concebida así por Aristóteles como ciencia del movimiento, dividida según las clases del mismo: el local o de traslación sería relativo a la física de los cuerpos, el del primer grado de abstracción; el vital o cuantitativo, sobre el aumento y disminución, estaría incluido bajo el tratado De anima, y finalmente el movimiento de alteración sería el cualitativo, lo que correspondería con lo que hoy denominamos química. Estos dos últimos dentro del denominado segundo grado de abstracción.

El movimiento cualitativo sería un análisis de los cambios de estado de los cuerpos, según los cuatro elementos: de lo caliente y seco (fuego) a lo húmedo y caliente (aire), y a lo frío y húmedo (agua) y a lo frío y seco (tierra). Como señala el propio Aristóteles: «Las parejas de cualidades elementales serán cuatro: caliente y seco, húmedo y caliente, y luego frío y seco, y frío y húmedo. Se atribuyen según un orden lógico a los cuerpos de apariencia simple: fuego, aire, agua y tierra» (Aristóteles, Acerca de la generación y la corrupción, 330a30-330b5).

Por su parte, el movimiento vital o cuantitativo no solo abarcaría parte del segundo grado de abstracción, sino también el tercer grado de abstracción, ya no relativo al movimiento vital o cuantitativo sobre el aumento y disminución (que estaría incluido bajo el tratado De anima) sino el de las sustancias cuya forma está completamente actualizada, las que se encuentran bajo la rúbrica de la metafísica (pese a que para Aristóteles el alma humana muere con el cuerpo, es capaz de inteligir los primeros principios, requisito básico para la vida teorética o contemplativa, que es muy superior a la de los animales).

De hecho, pese a sus reminiscencias metafísicas, el término latino anima señala directamente al animal como ser vivo por excelencia, capaz de tener vida subjetiva o sensitiva, por encima de las plantas, que según la doctrina aristotélico-escolástica solo tienen vida vegetativa, y por debajo del hombre como ser dotado de alma racional: el «animal racional» de la lógica predicamental de Porfirio. Así, el alma se asocia a los seres vivos, al «principio de la vida», pues el alma es «aquello por lo que vivimos, sentimos y razonamos primaria y radicalmente» (Aristóteles, De Anima. Libro II, 1, 414a12).

Los planteamientos aristotélicos sobre el alma se mantendrían durante muchos siglos. El Estagirita se basaba en la tesis de Hipócrates: el organismo es un círculo sin principio ni fin, lo que permite entrar en él por cualquier parte. La enfermedad sería explicada por la ruptura de esa totalidad:

«La causa de esto es, como dijimos muchas veces, la traslación circular, pues es la única continua. Por eso, también todas las otras cosas que se transforman recíprocamente según sus afecciones y potencias, como los cuerpos simples, imitan la traslación circular. En efecto, cuando del agua se genera el aire y del aire el fuego y, nuevamente, del fuego el agua, decimos que la generación ha completado el ciclo, porque retorna al punto inicial» (Aristóteles, Acerca de la generación y la corrupción, 337a1-5).

De hecho, este tratado estudia las alteraciones y transformaciones que sufren los cuerpos del mundo sublunar, de lo contingente, siendo el mundo supralunar, donde se encuentran los primeros principios, estudiado por la metafísica. En él se encuentran las sustancias incorruptibles celestes, además del acto puro, incorruptible pero también incorpóreo. Y es que las sustancias sublunares no han actualizado completamente su materia, por lo que están sometidas a alteración, a variaciones que no corresponden con la eternidad del mundo supralunar:

«Hay entes, en efecto, que existen por necesidad, como los entes eternos, y hay otros que no existen por necesidad (para el primer grupo resulta imposible no existir, mientras que para el otro es imposible existir, porque no pueden contrariar la necesidad y ser distintos de como son), y hay algunos entes, por último, que pueden existir y no existir —éste es el caso de lo generable y corruptible, pues en un momento es y en otro momento no es» (Aristóteles, Acerca de la generación y la corrupción, 335a35-335b5).

«El Filósofo» bajo la lupa

Durante muchos siglos el universo aristotélico, dividido en mundo supralunar y sublunar, se mantuvo vigente; solamente con las observaciones astronómicas producidas en la Edad Moderna, como las de Galileo y Newton, comenzó a percibirse que los planetas tenían accidentes geográficos y por lo tanto no eran incorruptibles.

Unos siglos antes, en la Baja Edad Media, el paradigma aristotélico de la física, donde los cuerpos caen siempre hacia el centro de la Tierra sin desviarse, ya comenzó a tambalearse ante nuevas explicaciones alternativas, aunque aún no propiamente científico-positivas.

 

¿Qué te pareció este artículo?

1 estrella2 estrellas3 estrellas4 estrellas5 estrellas (10 votos, promedio: 4,20 de 5)

Es columnista de filosofía e historia en Ciencia del Sur. (Gijón, España 1976). Es doctor en Filosofía por la Universidad de Oviedo, España. Profesor de Filosofía de Enseñanza Secundaria.
Es autor de, entre otros libros, "El alma de los brutos en el entorno del Padre
Feijoo" (2008), "La independencia del Paraguay no fue proclamada en Mayo de 1811 (2011)" y "El Estado Islámico. Desde Mahoma hasta nuestros días (2016)".

Compartir artículo:

Dejar un comentario

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí