El investigador Lino Camprubí, tras haber mostrado buena predisposición al debate sobre su libro, decide no obstante terminarlo abruptamente, porque dice que no desea que se convierta «en una logomaquia sin interés teórico ni científico».
Solamente espero que su motivo para dar carpetazo a una discusión que de inicio le resultó muy interesante (de todas las reseñas de las que ha sido objeto el libro, es la única curiosamente a la que ha respondido, nada menos que en dos ocasiones), esos «deberes menos elevados» que le «obligan a renunciar a continuar con posteriores entregas» a los que alude, se refieran a que está preparando una tercera edición de Los ingenieros de Franco, en este caso corregida y aumentada con todas las cuestiones que manifiesta en el debate y que en el libro no se ven, ya presentadas de forma clara y explícita, para evitar las confusiones en las que dice yo caigo una y otra vez.
Clarificar la idea de progresismo
En primer lugar, ya que no quiere el propio autor abundar en el tema del progresismo, permítaseme a mí hacerlo. Cuando califiqué su libro como «progresista», fue un juicio clasificatorio. Asimismo, fue también un juicio crítico, porque cribar es clasificar, y para nada despectivo. Puede ser un juicio erróneo o acertado, pero para nada descalificatorio: abarca una región histórica considerable, la más reciente, de la historia de la filosofía, desde el comienzo de la Revolución Industrial hasta nuestros días.
Concretamente, con «progresista» me refiero a las tesis del Conde de Saint Simon, reproducidas por autores de diversas tendencias, acerca de la futura sociedad industrial, donde el gobierno de los hombres sea sustituido por la administración de las cosas. Véase por ejemplo a Engels:
«Presentar la Revolución francesa como una lucha de clases entre la nobleza, la burguesía, y los desposeídos era en el año 1802 un descubrimiento genial. En 1816, Saint Simon enseña que la política es la ciencia de la producción, y predice toda la disolución de la política en economía. Y aunque con estas frases no expone sino en germen el conocimiento de que la situación económica es la base de las instituciones políticas, sin embargo, la transformación del gobierno político sobre hombres en administración de cosas y dirección de procesos de producción —es decir, la supresión del Estado, hoy tan ruidosamente difundida— aparece claramente formulada por Saint Simon». (Engels 1977, pp. 43-44).
O también, yendo mucho más lejos, a un autor de tendencia diametralmente opuesta como fue Isaiah Berlin:
«Cuando se está de acuerdo en los fines, los únicos problemas que quedan son los de los medios, y éstos no son políticos, sino técnicos; es decir, capaces de ser resueltos por los expertos o por las máquinas, al igual que las discusiones que se producen entre los ingenieros o los médicos. Es por esto por lo que aquellos que ponen su fe en algún inmenso fenómeno que transformará el mundo, como el triunfo final de la razón o la revolución proletaria, tienen que creer que todos los problemas morales y políticos pueden ser transformados en problemas tecnológicos. Éste es el significado que tiene la famosa frase de Saint Simon sobre «la sustitución del gobierno de personas por la administración de cosas», y las profecías marxistas sobre la supresión del Estado y el comienzo de la verdadera historia de la humanidad». (Berlin 2001, p. 269).
Esto es, el «progresismo» pone el énfasis en la administración de las cosas, una vez que la política y manifestaciones suyas como la lucha de clases han sido convertidas en el consensus omnium y todo se reduce a la administración de lo tecnológico. Es la sumisión en el ideal de la tecnocracia, desde Saint Simon pasando por el propio Marx al prefigurar el socialismo del futuro y llegando a la socialdemocracia o los programas CTS, donde todo queda reducido a la dirección de los tecnócratas correspondientes.
Como ya hemos visto, Camprubí sostiene lo contrario en sus réplicas:
«Ya expliqué tanto en el libro como en mi primera réplica que el progreso en determinadas ciencias no tiene por qué ir acompañado de progresos políticos ni sociales y que los avances tecnológicos, aunque claves para entender la configuración de nuestro presente, no son el motor de la historia y se dan siempre en envolturas políticas, sociales y religiosas con las que interactúan».
Pero luego se contradice al afirmar que «mi interés no ha sido principalmente en inventos, innovaciones ni descubrimientos. En mi primer libro Engineers and the Making of the Francoist Regime (MIT Press, 2014) me centraba sobre todo en usos, transferencias y circulación entre laboratorios y territorio para entender un aspecto a menudo olvidado de la formación del Estado».
No cabe duda de que el acierto de Los ingenieros de Franco consiste en ahondar en esas temáticas, por lo general citadas de forma sumaria o incluso ni siquiera citadas al analizar el franquismo. Aunque también es cierto que el peso de las mismas es tan abundante y reductivo en lo referente al papel de los ingenieros en la transformación del territorio español, esto es, de lo que desde el materialismo filosófico se denomina como capa basal, que al final el resultado es el que es, querámoslo o no.
La cuestión Gramsci
Sin embargo, lo que más preocupa a Camprubí es desdecirse de todo lo expresado en su libro acerca de Gramsci. No obstante, sus argumentos son ciertamente peregrinos.
Así, «por ejemplo, el excurso sobre si el libro se apoya en un filósofo u otro basado en apariciones en notas y en la bibliografía secundaria me supera, y tampoco se me alcanza por qué según ese baremo da Pardo tanta importancia a Gramsci en el libro, cuando solo aparece citado en una discusión muy concreta sobre base y superestructura».
Esto es manifiestamente falso, porque aun en el caso de que Gramsci ya apareciera solo en una ocasión (cosa que no es así; uno puede leer el libro y ver que Gramsci aparece en varias ocasiones citado explícitamente), lo cierto es que sus tesis resultan reivindicadas ya no en varias páginas, sino ni más ni menos que en las propias conclusiones del autor.
Si acaso, llevando sus pretensiones un poco más lejos, podríamos tomar su dedicatoria a Gustavo Bueno al comienzo del libro como un verdadero «voto de calidad» que nos eximiera de ulteriores análisis. Pero las cuestiones de índole familiar o sentimental están demás en un contexto como éste.
Asimismo, abunda en que:
«En mi artículo citado por él sobre Gramsci, Franco, Podemos y el lío catalán, ensayo la reconstrucción y recuperación de algunas tesis de Gramsci desde el materialismo filosófico del filósofo español Gustavo Bueno, pero también la crítica de Bueno a la teoría de los “intelectuales orgánicos” de Gramsci. No entiendo cómo ha podido escapársele eso a un lector tan esforzado».
Lo cual me parece estupendo: nuevamente abogo por la tercera edición de Los ingenieros de Franco donde aparezcan todas esas rectificaciones, porque por omitir, omite hasta mi crítica a Gramsci a partir de lo que dice Gustavo Bueno sobre él, donde se percibe que ni de lejos Bueno y Gramsci afirman lo mismo.
Por el momento, lo único que puedo constatar que Camprubí dejó claramente expresado «negro sobre blanco» en Los ingenieros de Franco, aludiendo a su cita de la página 197 de su libro, a la que se agarra cual clavo ardiendo, es que Gramsci y Gustavo Bueno afirman lo mismo (verdadero paradigma de la falsedad); pero luego, en su obra lo que pesa no es tanto el materialismo filosófico (como decimos, plantea su teoría sobre la sociedad política en una cita que hay que buscar con lupa al final de su obra, pero no la desarrolla, y en ningún momento nos presenta Camprubí nada de ello), sino el «consenso ideológico» en el que todos los políticos, militares, curas, etc. son ingenieros.
Recordemos su conclusión explícita en el corolario de su obra: «Este consenso hegemónico corresponde crearlo a los intelectuales, concepto que Gramsci redefine para abarcar no solo a los escritores y artistas, sino a los organizadores de la sociedad industrial. Lo que aquí defiendo es que los ingenieros tuvieron un papel central en construir una nueva hegemonía cultural para el bloque histórico establecido en España por la Guerra Civil» (Camprubí 2016, p. 223).
Y como ejemplo paradigmático señala a los tecnócratas del Opus Dei, quienes:
«hicieron de puente entre la ideología industrializadora nacionalcatólica y la ideología del fin de las ideologías, […] El ejemplo más claro de las continuidades entre el ingenierismo nacionalcatólico y la tecnocracia lo ofrece el ministro de Obras Públicas Gonzalo Fernández de la Mora. Fernández de la Mora justificaba al Estado por sus obras, y afirmó en El fin de las ideologías que lo que buscaban los españoles eran comodidades materiales» (Camprubí 2017, p. 225).
Sin embargo, está más que claro que estas dos citas se refieren a una época concreta, la de los tecnócratas del Opus Dei en la década de 1960. Apelar a que los principales jerifaltes del franquismo o sus «intelectuales» fueron ingenieros tanto en el primer franquismo como en el último, o incluso en el posfranquismo o transición democrática, es llevar demasiado el agua a su molino, o incluso forzarlo todo para que quepa en un lecho de Procusto ciertamente escaso.
Quiere esto decir, que prescindiendo del «método cienciométrico» que Camprubí me atribuye, la ponderación de Gramsci es clara y exacta: una sola referencia, conclusiva ella (pues es presentada como la tesis fundamental del libro), basta para demostrar que Los ingenieros de Franco está inundado de Gramsci y de «intelectuales orgánicos», interpretados con una libertad exagerada.
En cambio, de Bueno aparecen algunos términos y apelaciones a su teoría que no están desarrollados en ninguna parte; operación exacta a la que han realizado numerosos y prestigiosos autores en diversas épocas (sin ir más lejos, el embajador español Gonzalo Puente Ojea, fallecido unos meses después del propio Bueno, cuando polemizó acerca de la filosofía de la religión del materialismo filosófico en su famosa obra Elogio del ateísmo, habló de númenes y fases de la religión sin por ello reasumir o desarrollar la teoría a la que se enfrentaba).
El franquismo desde el materialismo filosófico
Ahora bien, si utilizamos la teoría de la sociedad política del materialismo filosófico, que distingue entre una capa basal, referida al territorio sobre el que se asienta el Estado, una capa cortical o defensiva de ese territorio, su frontera y sus medios para defenderla, y una capa conjuntiva que podría identificarse con los gobernantes, con la actividad política propiamente dicha (en tanto que asume el conjunto de la sociedad política), podemos analizar la trayectoria del franquismo y ver preponderancia de alguna de las capas respecto al resto, aunque no reducción de las tres capas del poder a una sola, en diferentes momentos.
En el primer franquismo, al menos hasta el Plan Nacional de Estabilización Económica de 1959, con el consiguiente desarrollo económico de la sociedad opulenta y del bienestar que diría Galbraith, lo que pesa es sobre todo la capa cortical: los principales ministros de Franco, especialmente el tan citado en el libro de Camprubí, Juan Antonio Suanzes, eran militares, los compañeros de fatigas del Caudillo en la Guerra Civil preocupados por la defensa de España en un momento de aislamiento casi total; contexto en el que cobra pleno sentido la idea de la «autarquía» tan denostada o considerada imposible.
Tras 1959, comienza el predominio de la capa basal, la época del desarrollismo y de los tecnócratas del Opus Dei, que encaja como un guante en las tesis de Los ingenieros de Franco, y que se suele prolongar hasta la muerte del Caudillo en 1975.
Sin embargo, los últimos años del franquismo, en los que se encuadran los problemas del Sahara español y su abandono (que aparecen mencionados en el libro), lo que predomina, incluyendo al posfranquismo (es decir, la democracia coronada y la «Ley de Memoria Histórica» que también cita Los ingenieros de Franco) es la capa conjuntiva: es la época de la transición a la democracia donde las diversas «familias» del régimen se repartieron el poder de Franco «por consenso» y hubo de tomar decisiones esencialmente de carácter político: adhesión a España a diversos organismos internacionales y normalización de las relaciones diplomáticas a todos los niveles.
Claro que esto supone hablar de militares, políticos, economistas, curas… no solo de ingenieros como si fueran una suerte de clase transversal a todas las familias del régimen. Es decir, que se puede interpretar desde el materialismo filosófico acuñado por Gustavo Bueno el libro Los ingenieros de Franco y llegar a conclusiones más claras y desde luego muy diferentes a las que su autor expresa, y que, vuelvo a repetir, le sitúan en una sutil modulación del «progresismo» que ya he señalado.
Es más, para terminar esta colaboración y por añadir una apostilla muy interesante de cara a la futura tercera edición del libro, que espero con gran interés: no solo Antonio Gramsci jamás se expresó como se afirma en el libro, sino que no hay un solo filósofo marxista que haya dicho jamás que los ingenieros sean propiamente «intelectuales», y la cita de Bueno de su artículo de la revista digital El Catoblepas, presentada en mi anterior réplica, es muy clarificadora al respecto.
Ni el propio Marx llegó a decir que los ingenieros y científicos, así como las tecnologías y las ciencias que ejercitan, sean parte genuina de la superestructura, sino que su papel era puramente formal, es decir, que con sus hallazgos podían transmutar la base económica. Pero, evidentemente, a las sutilezas del de Tréveris no ha llegado todavía Camprubí…
Referencias
- Berlin, Isaías. Dos conceptos de libertad y otros escritos. Alianza, Madrid 2001
- Camprubí, Lino. Los ingenieros de Franco: Ciencia, catolicismo y Guerra Fría en el Estado franquista, Crítica 2017.
- Engels, Friedercih. Anti-Dühring. Crítica, Barcelona 1977.
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Es columnista de filosofía e historia en Ciencia del Sur. (Gijón, España 1976). Es doctor en Filosofía por la Universidad de Oviedo, España. Profesor de Filosofía de Enseñanza Secundaria.
Es autor de, entre otros libros, "El alma de los brutos en el entorno del Padre
Feijoo" (2008), "La independencia del Paraguay no fue proclamada en Mayo de 1811 (2011)" y "El Estado Islámico. Desde Mahoma hasta nuestros días (2016)".