La doctora Verena Hitner Barros, experta en integración y desarrollo, asegura que los ideales y reclamos de la Reforma Universitaria de Córdoba de 1918 siguen vigentes. La asesora de ciencia y tecnología de la Conferencia Regional de Educación Superior de América Latina y el Caribe 2018 (CRES 2018), un evento que congregó en Córdoba, Argentina, a más de 4 mil personas de 46 países, asegura que nuestra región debe crear su propia tecnología y hacer ciencia desde los diferentes problemas propios.
En esta entrevista exclusiva con Ciencia del Sur, la socióloga ecuatoriana explica el dinamismo de las universidades, los cambios que plantea la sociedad del conocimiento y cómo nos afectará a los sudamericanos.
Hitner tiene una licenciatura en Ciencias Sociales por la Universidad de San Pablo (Brasil), una maestría en Integración Latinoamericana por la misma institución, y un doctorado en Desarrollo por el Centro de Estudios del Desarrollo de la Universidad Central de Venezuela.
-¿Por qué es importante un evento de CRES 2018 para la ciencia y educación de la región? ¿Qué ideales o principios quedan de la Reforma de Córdoba hasta nuestros días?
Estamos a 100 años de la Reforma Universitaria de Córdoba. Las demandas para que la educación superior se adapte a las transformaciones sociales no son recientes. Por el contrario, un análisis histórico de las instituciones de educación superior muestra que son esencialmente dinámicas.
Aunque el dinamismo fue un rasgo importante de la universidad desde sus orígenes en la Edad Media, es innegable que la emergencia de la universidad moderna en el siglo XIX marca el inicio de un período más intenso de reformas y la literatura identifica a partir de ese momento tres grandes “olas de reformas”.
-¿Cuáles son estas olas?
La primera tiene su origen en la reforma universitaria alemana, concebida por Humboldt a finales del siglo XVIII, que dio origen al llamado “modelo alemán”. El hecho trascendente fue la incorporación de la investigación científica dentro de las funciones de la universidad, actividad que hasta entonces se concentraba en las sociedades científicas.
Dos premisas básicas animaban esta gran transformación: la investigación como aprendizaje y la libertad académica de la investigación y la enseñanza. En consecuencia, la creación y transmisión de conocimientos constituirán el centro de la misión de la universidad, estableciéndose así, una relación indisociable entre enseñanza e investigación que se consolidará como la piedra angular de la educación superior.
Otro principio esencial de esa primera reforma fue el establecimiento de una carrera académica anclada en la estabilidad, en la autonomía didáctico-científica y en el ingreso por concurso de mérito y oposición.
La segunda gran ola de reformas de la educación superior se inicia en los años 1960, teniendo como motor las demandas de democratización, considerándola un derecho ciudadano que impulsaba la equidad social, elemento que se tornará central en las políticas educativas del Estado de bienestar, y la conciencia de algunos Estados sobre la importancia de la educación como factor para impulsar el desarrollo.
La democratización se planteaba en sentido doble: por un lado, se demandaba que en lo interno hubiese una mayor participación de los estudiantes, profesores y personal administrativo en las instancias del gobierno académico y, por otro, se exigía la apertura de la universidad a nuevos estratos sociales mediante el incremento de la matrícula y la creación de nuevas carreras.
El hito simbólico de este proceso fueron las rebeliones estudiantiles de 1968, que se difundieron rápidamente por el mundo y que en mayo cumplieron 50 años.
La agudización de las profundas tensiones sociales a partir de los años 1970, con el movimiento negro, los hippies, etc., coincidió con la crisis de los Estados de bienestar en los países del norte y de los modelos desarrollistas en nuestra región. Para la educación superior, el resultado de esa ola de reformas fue, por lo tanto, bastante ambiguo.
-¿Por qué se dio esto?
Por una parte, la profunda transformación de las estructuras de gobierno académico amplió la participación de nuevos actores en los procesos de toma de decisiones a través de la figura de los representantes docentes y de sectores externos en los órganos deliberantes, a la par que autonomizó la administración académica con relación a las comunidades internas y externas, mediante su profesionalización.
En la raíz de esa ambigüedad está el proceso de burocratización del gobierno académico a partir de la llamada “ola gerencial” que impactó de modo decisivo en la educación superior de ese período. No es casualidad que el gran saldo de las reformas iniciadas a partir de 1968 fuera la redefinición del concepto de autonomía académica, que de didáctico-científica va siendo definida cada vez más en términos administrativos y financieros.
La creciente desregularización de los sistemas de educación superior, y la concesión de una autonomía corporativa cada vez mayor a las administraciones académicas son, en consecuencia, hitos de ese período.
Innegablemente, la mayor autonomía corporativa confirió más agilidad y flexibilidad para que las instituciones de educación superior se adaptaran a las demandas, tanto de sus “clientes” potenciales directos, el alumnado, como de su cliente potencial indirecto, el mercado de trabajo, a través de la creación de nuevos cupos y carreras de nivel superior.
Y lo hicieron prácticamente en todo el mundo a partir de cálculos de costo-beneficio cuyo resultado fue la expansión creciente de cursos de bajo costo pero, también, de bajo impacto científico-tecnológico. De hecho, análisis demográficos y del perfil de los sistemas de enseñanza superior evidencian que la gran expansión de vacantes iniciada en los años 70 contempló cursos profesionalizantes de bajo contenido científico, en especial, en las áreas de administración y gestión.
La diversificación institucional del sistema de educación superior, que también emerge de ese período, amplió el número y tipo de instituciones que se dedican solo a la enseñanza, poniendo en entredicho la validez del principio de indisociabilidad entre enseñanza e investigación. Ello comprometió, en muchos casos, la calidad de la educación.
-¿Y la tercera ola?
La tercera ola de reformas académicas emerge en ese escenario institucional donde predomina una concepción más gerencial de “gobernanza académica”, que abrió camino para la entrada de la lógica comercial y la diversificación de modelos en la educación superior.
No es casualidad que el objetivo principal de esta tercera ola sea la creación de la llamada “universidad emprendedora”, capaz de actuar directamente como actor económico en la nueva economía del conocimiento, a través de la comercialización directa de los resultados de la investigación.
Para reflexionar sobre los desafíos impuestos hoy a las universidades latinoamericanas es necesario considerar cómo las olas de reforma incidieron en la evolución de nuestros sistemas de educación superior.
En la literatura existe un gran consenso sobre el hecho de que la reforma de la Universidad de Córdoba en 1918 introduce a las universidades latinoamericanas en la era moderna.
Para América Latina, el significado del movimiento de Córdoba emerge de la propia historia de la educación superior en la región. De entrada, es importante destacar que el desarrollo de la educación superior en América Latina siguió dos rutas casi opuestas.
-¿Cuáles fueron estas rutas?
Por una parte, en la América portuguesa la fundación de instituciones de educación superior estuvo prohibida hasta la elevación de Brasil a reino unido en 1808, con ocasión de la llegada de la familia real portuguesa a la colonia, consecuencia de la expansión napoleónica en Europa. Esa restricción limitó la educación a los niveles más básicos de enseñanza, concentrando en Europa la formación de las élites locales.
En la América española, se crearon las primeras universidades ya en el siglo XVI, como el caso de la Real Pontificia Universidad del México y la Universidad de San Marcos en Lima, ambas de 1551. La fundación de universidades en sus colonias continuó a lo largo de todo el período colonial.
Fue ésa la situación de la Universidad de Córdoba fundada en 1621. Estas instituciones, como era de esperar, mantenían una fuerte conexión con la Iglesia católica y poseían una estructura de organización medieval semejante a la que predominaba en las universidades europeas antes de la reforma de Humboldt.
Así, en 1918, los estudiantes argentinos se levantaron contra lo que consideraban reminiscencias medievales en una sociedad moderna, primero en Córdoba —símbolo provincial del atraso—, después en el resto del país. Para la mayoría de los autores, resulta evidente que la Reforma de Córdoba representó mucho más que un simple movimiento universitario de la periferia. Fue un movimiento social amplio que aspiraba reorientar el desarrollo de toda América Latina.
Es importante destacar que justo por representar algo más que una simple reforma universitaria, el movimiento de Córdoba se anticipó a las diferentes olas de reforma que experimentó la universidad en el siglo XX.
Además de exigir la modernización de los métodos de enseñanza a partir de la incorporación de la función de investigación y la preservación de la libertad académica, el movimiento de Córdoba reivindicaba también la participación de los alumnos, profesores y egresados en el cogobierno universitario, adelantándose a la demanda que emergería con fuerza mucho después con los movimientos de 1968.
La absoluta gratuidad de la educación superior como garantía de democratización del acceso, otro tema que solo ganaría relevancia en otras regiones años después, también estuvo presente en Córdoba, así como el reconocimiento de la misión social de la universidad.
Todo eso hace que las ideas de aquel movimiento sean extremamente actuales, en la medida que dialogan con las tendencias progresistas más contemporáneas de la educación superior de la región, de contrabalancear las fuerzas privatistas y mercantilizadoras.
En ese sentido, la CRES, que se realizó en Córdoba estos días, fue un espacio importante para plantear la universidad que queremos para los próximos 100 años, considerando la agenda de democratización, colocada por los estudiantes hace 100 años.
–A su modo de ver, ¿cómo se encuentra la ciencia en América Latina? ¿Mejoramos en los últimos años?
No hay duda de que hemos mejorado en todos los indicadores cuantitativos. Sin embargo, es importante decir que, acompañando la tercera ola de reformas que comenté anteriormente, tuvimos cambios parecidos en las políticas públicas de ciencia y tecnología que asumieron de modo más directo el financiamiento y la evaluación de las actividades de innovación.
Los movimientos de la década de 1970, que antecedieron la tercera ola de reformas, tenían como eje de sus reivindicaciones la democratización de la enseñanza superior, expresada en la reivindicación de formas radicales de cogobierno académico así como en la reducción del costo de las matrículas y la ampliación del número de cupos.
Sin embargo, la paradoja fue que las políticas públicas para atender esas reivindicaciones van a ser implementadas a partir de los años 70, justamente cuando el neoliberalismo comienza a emerger lentamente como paradigma general, impactando de modo decisivo la forma en que esas reivindicaciones fueron atendidas.
En América Latina, esa “masificación” del sistema se intensificó a partir de la década de 1980, justamente cuando comienza a fortalecerse la visión neoliberal. Como resultado, la evolución del sistema de educación superior revela el entrelazamiento de dos fenómenos: la expansión del número de alumnos y la creciente participación de las instituciones privadas en su absorción.
En los últimos años, vivimos cambios importantes. Sobre la autonomía universitaria, el principal cambio establecido en el sistema de educación superior en la región fue poner a la pertinencia como la otra cara de la autonomía. Eso es importante porque existe en el sistema de educación superior, de manera general, una dialéctica de conservación y cambio que está anclada por un lado en la dependencia financiera de la universidad, y por otro en los mecanismos sociales e institucionales que les confiere autonomía relativa.
En otras palabras: en tanto que son dependientes financieramente —en general, pero no solamente del Estado—, las universidades necesitan legitimarse socialmente, lo que las obliga a responder a las demandas económicas, políticas y sociales, formuladas o no a partir del aparato estatal.
Paralelamente, son instituciones en las que las presiones de la sociedad —es decir, de los grupos, clases, segmentos organizados o no institucionalmente— inciden de forma mediada, ya que su funcionamiento institucional (especialmente el hecho de que la universidad haya preservado una estructura de “gobierno” socialmente reconocido e institucionalizado en los consejos deliberativos y órganos colegiados) les asegura una autonomía relativa bastante significativa.
En términos numéricos, Argentina, por ejemplo, que es el país con el mayor número de investigadores, pasó de 1,82 investigadores por habitante da la población económicamente activa a 3,04 investigadores en 2015. En términos de crecimiento en número de publicación, Ecuador es el país que más ha crecido en el mundo en una década. Su crecimiento fue de 600% en el período de 2006-2016.
Sin embargo, nuestros países siguen teniendo un déficit significativo de “talento humano” calificado.
A partir de 2000 se ha visto en América del Sur una inflexión política importante con efectos no despreciables sobre las políticas públicas en el área. Como resultado de la elección de gobiernos “progresistas” o más específicamente “antineoliberales”, la región entró en un período de inserción internacional poshegemónica, con impactos importantes sobre las políticas públicas en general y las Políticas de Educación Superior, Ciencia, Tecnología e Innovación (PESCTI) en particular.
Durante este período las iniciativas para establecer un nuevo patrón de inserción internacional implicaron no solo una revalorización de las PESCTI en la región, sino también una tentativa de construir una política externa soberana asociada al rescate de una política tecnológica soberana, asemejándose a los ensayos realizados por los países de América del Sur en la década de 1970.
Aunque las visiones hegemónicas sobre las PESCTI, tal como son formuladas por las agencias internacionales, sigan ejerciendo influencia importante en la región, los países de Sudamérica además de la aplicación de políticas tradicionales también buscaron implementar políticas nuevas y osadas en relación con la educación superior y la ciencia, tecnología e innovación.
El impacto de esas nuevas PESCTI no puede ser medido por los indicadores tradicionales que tenemos, que consideran la ciencia desde una perspectiva cuantitativa, porque su efecto se da menos sobre la cantidad de conocimiento producido y comercializado y más respecto del contenido de ese conocimiento y su patrón de difusión. Por ese motivo, son políticas que buscan disputar nuevas formas de producción de conocimiento y nuevos mecanismos para su apropiación social.
-¿De qué manera se abordó la ciencia y tecnología en CRES 2018?
Una de las principales propuestas que llevamos a Córdoba es la de plantear no solo la educación, sino el conocimiento como un derecho humano universal, un bien público social y común para la soberanía y emancipación de nuestros pueblos.
Desde noviembre del año pasado el equipo de consultores para la temática de ciencia y tecnología hemos trabajado en algunos puntos mínimos para construir consensos para la universidad que queremos en el futuro. Del encuentro regional que tuvimos previo a la CRES sobre la temática producimos dos declaraciones importantes.
En la Declaración de Quito sobre la ciencia, los conocimientos, las tecnologías y las artes, planteamos 11 grandes objetivos para la ciencia y la tecnología en la región.
Sin embargo, consideramos necesario también proponer una segunda declaración, específica sobre el tema de la mercantilización de la educación superior teniendo en cuenta las negociaciones que algunos países promueven con respecto a acuerdos internacionales de carácter comercial que pueden implicar la mercantilización de la educación superior, ciencia, técnica y arte y por lo tanto la producción de conocimientos a escala global.
–En los rankings internacionales, las universidades de AL suelen estar rezagadas. ¿Debemos adaptarnos a los sistemas mundiales o crear y tener nuestros propios índices?
Los rankings internacionales de universidades son la mejor expresión de esa retórica uniformizadora según la cual no importa la relación entre el tipo de conocimiento y tecnología desarrollados y su impacto específico en la sociedad, sino solamente la cuantificación de esos elementos, según indicadores asimétricos que miden resultados muy específicos como artículos indexados en revistas de los países centrales o cualificadas por ellos, número de PhDs, independientemente del área específica, y patentes y productos, también independientemente de sus contenidos.
Ese enfoque empujó a que los países sudamericanos acepten el modelo de producción, gestión y evaluación del conocimiento propuesto por los países centrales por medio de sus think tanks y organizaciones como el Banco Mundial y la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE).
Uno de los principales impactos de este cambio fue el aumento de la preocupación por la cuantificación de la producción científica, más que por la discusión cualitativa de lo que se desarrollaba en el interior de las universidades.
Los índices de productividad y la colocación en los rankings internacionales pasaron, en este contexto, a ser la principal preocupación de gestiones académicas que importaban ciegamente conceptos de “cualidad” y “excelencia”.
También los indicadores asumen un papel esencial porque institucionalizan perspectivas que van más allá del convencimiento individual de los actores centrales del proceso. Sin opciones para medir el impacto de las inversiones en educación, ciencia y tecnología, además de los indicadores sugeridos por los organismos internacionales controlados por los países centrales, los formuladores de las PESCTI sudamericanas optan por pensar y organizar esas actividades siguiendo la lógica específica de la OCDE.
Al adoptar acríticamente los indicadores producidos por países del Norte global, los países sudamericanos dejaron de producir indicadores que reflejen el impacto cualitativo de esas mediciones cuantitativas.
Esa situación llevó a los países de América del Sur a una situación peculiar: cuanto más importante se hacía el conocimiento para el desarrollo, menos estratégica era la visión de estos países con relación a las PESCTI, como políticas del conocimiento.
Aunque hubo un esfuerzo para fomentar la producción autóctona de conocimiento y tecnología en la región, el “conocimiento sobre los conocimientos” y las tecnologías sociales específicas que ellos proyectaban como las PESCTI y sus indicadores eran cada vez más importadas sin dilación.
Eso nos llevó a una situación bastante compleja. En ese sentido, uno de los principales retos para el sistema de educación superior regional a los 100 años de Córdoba es plantear nuevos indicadores. Nuevos indicadores que deben ser analizados considerando los avances que tuvimos en términos de políticas públicas de democratización y de incentivo a la producción de nuevos conocimientos.
-Decimos que la investigación es un eje central para AL, ¿pero cómo podemos incentivarla en nuestros países? ¿Cuáles desafíos urgentes ve para la ciencia latinoamericana?
Para las discusiones de la CRES, hemos realizado un estudio del que podemos tener algunas conclusiones importantes en términos institucionales y de gasto.
Las instituciones responsables de las políticas de educación superior de esos países tienen una tendencia a ser más antiguas que las responsables de generar políticas de ciencia, tecnología e innovación. Pero lo más importante es que mientras la institucionalidad del sistema de educación superior en la mayoría de los países sobrevivió a los cambios del concepto, a las políticas de desarrollo de esos países y a los diferentes contextos históricos, no ha pasado lo mismo con la institucionalidad del sistema de ciencia y tecnología.
Países como Chile y Colombia, a pesar de los cambios en las orientaciones de sus políticas de educación superior, han mantenido la misma estructura institucional desde la década de 1920, Brasil prácticamente desde la década de 1930 y Argentina desde la década de 1950.
Por otro lado, como hemos indicado, las políticas de capacitación científico-tecnológica pasaron por transformaciones importantes a partir de la incorporación del discurso de innovación en la década de 1990. Actualmente, casi todos los países de América del Sur, con excepción de Bolivia y Venezuela, han incorporado el concepto de innovación en el título de los órganos máximos responsables por la política de ciencia y tecnología, lo que sugiere una fuerte penetración de ese discurso en los países de la región.
Pensando en la institucionalidad de la política de educación superior, vale mencionar que, con excepción de Uruguay, donde es la Universidad de la República, ente público y autónomo, la rectora de su política, todos los otros países de la región cuentan con ministerios encargados del tema. En Uruguay la autonomía del organismo gestor de la política de educación superior es tanta que el país no difunde sus informaciones sobre el gasto en el área.
Si bien Uruguay es un país con importante participación del gasto de ciencia y tecnología en el PIB, no existen datos sobre su gasto en educación superior. Ecuador, Bolivia y Venezuela son los únicos países de la región en los cuales la institución responsable por la política pública de educación superior es la misma de las políticas de ciencia, tecnología e innovación. En todos los otros países la opción es juntar la educación superior a las estructuras de educación fundamental y media y dejar la estructura de gestión de la ciencia, tecnología e innovación por separado. Raras veces, como en el caso de la Argentina, la política de educación superior está vinculada a la producción.
La institucionalidad de ciencia, tecnología e innovación tiende a ser mucho más reciente que la de educación superior, pasando por cambios importantes durante la emergencia del neoliberalismo. Pocos gobiernos progresistas optaron por mudar radicalmente esa institucionalidad y ha sido el Ecuador la gran excepción.
Las oficinas de propiedad intelectual son, en la gran mayoría de países, autónomas y, aunque estén vinculadas a un ministerio, responden directamente a la presidencia de la república, como en Perú y Chile (ambos signatarios de acuerdos bilaterales con los Estados Unidos que tienen cláusulas TRIPS-plus). Eso demuestra que los institutos de propiedad intelectual son espacios de mayor libertad de acción política en el ámbito de las PESCTI, con menos necesidad de concertación ideológica con otros sectores del Ejecutivo, lo que les da mayor autonomía.
Además, se percibe que en algunos países son institutos que tratan a la propiedad intelectual en un sentido amplio, abarcando derechos de autor, propiedad industrial, semillas u obtenciones vegetales, pero en la mayoría de los países la opción fue mantener las estructuras antiguas, con enfoque en propiedad industrial, aunque se modificara el marco legal y se creasen nuevas estructuras con el objetivo de abarcar todos los temas de propiedad intelectual tratados por la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI), como el derecho autoral y las obtenciones vegetales.
Sobre los marcos legales, el de ciencia, tecnología e innovación es bastante reciente en la mayoría de los países de la región y casi siempre la innovación es tratada en conjunto con la ciencia y la tecnología, cuando no es vista como el principal objetivo de la política. También se puede observar que muchos marcos legales de ciencia y tecnología son alterados por la creación de leyes de innovación a partir de la década de los 90, así como por leyes de propiedad intelectual que fueron alteradas casi todas para adaptarse al acuerdo TRIPS de la Organización Mundial del Comercio de 1995, o a las cláusulas TRIPS-plus de los acuerdos bilaterales de comercio.
Vale mencionar que el Ecuador es el único país de la región que cuenta con un marco legal de propiedad intelectual que está vinculado al marco legal de ciencia, tecnología e innovación. Se trata del Código de Economía Social de los Conocimientos, de la Creatividad y la Innovación, aprobado en 2016 por el legislativo del país.
Si examinar de manera comparada la institucionalidad y la normativa de las PESCTI es tarea importante para plantear nuestros desafíos, no lo es menos comparar el gasto regional en educación superior, ciencia y tecnología.
A pesar de la falta de información de algunos países y en determinados períodos, algunas tendencias pueden ser inferidas. La más general, y tal vez más importante, es el hecho de que hubo un aumento considerable en el gasto en educación superior, ciencia y tecnología entre 1999 y 2015, lo que demuestra una preocupación de los gobiernos de la región respecto al tema.
Un comentario necesario se refiere al contraste del gasto en Brasil y Argentina. Aunque los dos países hayan mantenido una tendencia histórica al exhibir una brecha entre el gasto de educación superior respecto al de ciencia y tecnología —históricamente, cuando se disminuyó el gasto en educación superior en ambos países, disminuyó el gasto en ciencia y tecnología como porcentaje del PIB—, hay un cambio de los gastos que puede tener impacto cualitativo en las políticas que debe ser analizado.
Históricamente, Brasil ha gastado más en ciencia y tecnología como porcentaje del PIB que en educación superior. Argentina, por su parte, gasta más en educación superior que en ciencia y tecnología.
Esto nos indica la importancia histórica para Brasil del gasto público en ciencia y tecnología, con impactos más o menos relevantes en el desarrollo del país, dependiendo del momento histórico. Ecuador, a pesar de gastar más como porcentaje del PIB que Argentina, sigue la misma tendencia propública de la educación superior, con un mayor gasto en educación superior que en ciencia y tecnología.
Al analizar los datos, llama la atención el bajo gasto chileno en ciencia y tecnología. Si pensamos que es el país de la región con mayores gastos militares en la participación de su PIB, inevitablemente esto nos conduce a cuestionar la relación entre ambas variables.
Menores que los gastos chilenos son los gastos paraguayos. El análisis histórico de los datos permite una discusión interesante, ya que en los primeros años del siglo XXI el gasto paraguayo en ciencia y tecnología correspondía aproximadamente al 1,4% del PIB, en 2004 cae al 0,16% del PIB y se mantiene bajísimo hasta hoy, al llegar al 0,06% en 2013.
Colombia aumentó mucho su gasto en ciencia y tecnología en los últimos años, sobrepasando, a partir de 2012, los gastos en educación superior. Perú presenta datos escasos, especialmente sobre los gastos en ciencia y tecnología. Sin embargo, se puede afirmar que, si en el comienzo del siglo era sustancialmente mayor su gasto en educación superior que en ciencia y tecnología, hoy, como en Colombia, el segundo es mayor que el primero.
-¿Por qué debe América Latina invertir más en investigación y desarrollo?
Hicimos un ejercicio estadístico de pensar la correlación entre el incremento del gasto en ciencia y tecnología en la región y el aumento del número de investigadores por cada 1.000 habitantes de la población económicamente activa. Los resultados indican que el crecimiento en el gasto en ciencia y tecnología de los últimos años estuvo relacionado con el aumento en el número de investigadores por cada 1.000 individuos de la población económicamente activa.
Es decir, aumentar el gasto, de manera planificada, tiene impacto en el aumento en el numero de investigadores, los cuales tienen gran probabilidad de permanecer en el país.
Y ese tema no es menor, ya que tiene impacto en la nueva división internacional del trabajo, que ocurre en esa nueva fase del capitalismo, la llamada sociedad de la información o capitalismo cognitivo.
Según esa perspectiva, en los países capitalistas desarrollados la parte del capital llamado inmaterial e intelectual y las actividades de alta intensidad de conocimiento se consolidan como una variable clave para el crecimiento y la competitividad. La competitividad depende cada vez más de un stock de trabajo intelectual.
Para nuestros países, periféricos en el sistema, existe un desajuste entre la naturaleza de nuestro desarrollo industrial y la modernización por un lado, y de ellos con el desarrollo del sistema universitario. Así, el desarrollo de la investigación científica y tecnológica en las universidades no puede ser una empresa divorciada de decisiones más fundamentales sobre la naturaleza misma del proceso de desarrollo y, particularmente, de la malla productiva nacional.
El problema de desarrollo que se plantea desde la periferia del sistema es, por lo tanto, bastante básico: si nos quedamos en el modelo de desarrollo centro–periferia o si podemos lograr una vía de desarrollo más autónoma.
-En algunos círculos académicos, incluso, se tiene la idea de que la ciencia es solo para países ricos. ¿Por qué considera que este mito o prejuicio continúa?
Justamente por lo que he mencionado anteriormente, es fundamental para nosotros, países pobres, desarrollar tecnología y plantear la ciencia desde nuestros problemas, nuestras metodologías y nuestra realidad.
Más que enfatizar el error en ese planteamiento de que solo los países del Norte deben producir ciencia, en términos de la no recuperación de las inversiones, que es uno de los principales argumentos en ese sentido, se subraya que la salida de científicos de nuestro países para producir ciencia en países ricos atrofia las capacidades instaladas para el desarrollo e inhibe las posibilidades de expansión de la base tecnológica, así como la producción de innovaciones en los países de salida de los científicos, hipotecando el futuro, además de dificultar nuestro presente.
Ese mito puede auspiciar una espiral cada vez más desigual de concentración de conocimientos, situando a unos países como productores y a otros como consumidores, en nuevas relaciones de dependencia más que de codesarrollo. Este hecho queda más evidente en la coyuntura actual del capitalismo cognitivo, cuando el tema del acúmulo de saberes gana todavía más relevancia.
-¿Qué estrategias pueden utilizar o crear los científicos latinoamericanos
para mejorar la producción científica en la región? ¿Estamos lejos en la región de alguna gran integración académica y científica?
Seguramente la construcción de redes regionales es fundamental para el desarrollo de una ciencia emancipatoria y soberana desde el Sur.
Además, en los últimos años, la agenda de política pública de muchos países sudamericanos pasó a tratar de consolidar una institucionalidad alternativa que permitiera el uso del conocimiento para garantizar derechos y la satisfacción de necesidades de la población. Eso es esencial que se mantenga.
Otro punto que me parece esencial es garantizar que el talento humano formado en el exterior tenga espacios de trabajo dentro de nuestros países, con la finalidad de evitar la fuga de cerebros.
Con respecto a la integración, hemos avanzado de manera contundente en instrumentos institucionales, jurídicos y políticos. Sin embargo, hay que profundizar estos mecanismos. Crear procesos más ágiles de validación y legalización de diplomas entre los países de la región es un instrumento que facilita la construcción de redes y el intercambio entre los países. Otros instrumentos en el que se ha avanzado, pero que aún hay mucho por hacer, son los programas más institucionalizados de bititulación y de intercambio entre los profesores de la región.
Para todo eso es fundamental avanzar en términos de construcción de una ciudadanía suramericana, que facilite el mejor flujo intrarregional de nuestro científicos e investigadores.
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Director ejecutivo de Ciencia del Sur. Estudió filosofía en la Universidad Nacional de Asunción (UNA) y pasó por el programa de Jóvenes Investigadores de la UNA. Tiene diplomados en filosofía medieval y en relaciones internacionales.
Condujo los programas de radio El Laboratorio, con temática científica (Ñandutí) y ÁgoraRadio, de filosofía (Ondas Ayvu).
Fue periodista, columnista y editor de Ciencia y Tecnología en el diario ABC Color y colaboró con publicaciones internacionales. Fue presidente de la Asociación Paraguaya Racionalista, secretario del Centro de Difusión e Investigación Astronómica y encargado de cultura científica de la Universidad Iberoamericana.
Periodista de Ciencia del Año por el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (2017). Tiene cinco libros publicados.